En la casa de Suddhoo

Cae una piedra desde uno y otro lado

de la ordenada senda que pisamos,

y así se torna el mundo delirante y extraño:

demonio y churel y duende y dyinn

esta noche nos harán compañía.

Pues hemos alcanzado la Tierra Más Antigua,

gobernada por las fuerzas de la Oscuridad.

Del crepúsculo al alba

La casa de Suddhoo, situada cerca de la Puerta de Tasali, tiene dos pisos, cuatro ventanas de madera tallada y una azotea. Se distingue por las cinco huellas de mano, rojas y dispuestas como el cinco de diamantes sobre el muro encalado, entre las ventanas superiores. Bhagwan Dass, el tendero, y otro hombre que dice ganarse la vida grabando sellos, viven en la planta inferior, con un tropel de esposas, criados, amigos y empleados. Las dos habitaciones de la segunda planta las ocupaban antes Yanoo, Azizun y un terrier negro y marrón, robado de la casa de un inglés, que un soldado le regaló a Yanoo. Hoy sólo Yanoo vive en el piso de arriba. Suddhoo suele dormir en la azotea, salvo cuando duerme en la calle. Hasta hace poco, acostumbraba ir a Peshawar en la estación fría para visitar a su hijo, que vende curiosidades cerca de Edwardes’ Gate, y entonces dormía bajo un verdadero techo de adobe. Suddhoo es buen amigo mío, pues su primo tenía un hijo que, gracias a mi recomendación, se colocó como jefe de recaderos de una gran empresa en el Puesto. Dice que cualquier día Dios me nombrará vicegobernador. Y yo me atrevo a asegurar que su profecía se verá cumplida. Es muy, muy anciano, con el pelo blanco y dientes que más vale no ver, y ha sobrevivido a casi todo, salvo al amor por su hijo, que vive en Peshawar. Yanoo y Azizun son cachemires, damas de la ciudad, y era la suya una profesión antigua y más o menos honrosa. Azizun se casó más tarde con un estudiante de medicina del noroeste y hoy lleva una vida sumamente respetable en algún lugar cercano a Bareilly. Bhagwan Dass es un extorsionador y un timador. Y muy rico. El hombre que supuestamente se gana la vida tallando sellos finge ser muy pobre. Ya saben ustedes todo lo necesario acerca de los cuatro ocupantes principales de la casa de Suddhoo. Y estoy también yo, claro; pero yo soy tan sólo el coro que aparece al final para explicar las cosas, y por eso no cuento.

Suddhoo no era un hombre listo. El más listo de todos era el que se hacía pasar por grabador de sellos —Bhagwan Dass sólo sabía mentir—, con excepción de Yanoo, que además era hermosa, aunque eso no viene al caso.

El hijo de Suddhoo que vivía en Peshawar había sufrido un ataque de pleuresía, y el padre estaba muy preocupado. El grabador de sellos supo de su aflicción y decidió sacar provecho de las circunstancias. Era un hombre muy bien informado. Tenía un amigo en Peshawar al que podía telegrafiar a diario para saber de la salud del hijo. Y aquí comienza la historia.

Una tarde, el primo de Suddhoo se presentó en mi casa diciendo que éste quería verme, pero estaba demasiado anciano y débil para acudir personalmente, por lo que me rogaba le hiciese el sumo honor de ir a su casa. Allá fui; al ver lo holgadamente que vivía Suddhoo, ahora pienso que podía haber enviado algo mejor que un destartalado ekka que avanzaba dando peligrosas sacudidas para recoger a un futuro vicegobernador de la ciudad aquella bochornosa tarde de abril. El ekka no era rápido. La oscuridad había caído por completo cuando nos detuvimos frente a la puerta de la tumba de Ranyit Singh, junto al portón del fuerte. Allí nos esperaba Suddhoo, quien afirmó estar convencido de que, en razón de mi condescendencia, sería nombrado vicegobernador antes de que mi cabeza se cubriera de canas. Pasamos quince minutos hablando del tiempo, de mi estado de salud y de la cosecha de trigo, sentados en el Huzuri Bagh, bajo las estrellas.

Suddhoo entró en materia finalmente. Yanoo le había contado que el Sirkar había dictado una ley contra la magia, pues se temía que la práctica de estas artes pudiera acabar con la vida de la emperatriz de la India. Yo no tenía noticia del asunto, pero supuse que algo interesante estaba a punto de ocurrir. Señalé que, por más que el gobierno lo desaprobase, la magia era cosa muy recomendable. Hasta los funcionarios del Estado la practicaban. (No sé de qué otro modo puede entenderse el Balance de las Cuentas del País). Y con intención de animar a Suddhoo, añadí que si en verdad había una campaña de magia en curso, no tenía yo ningún reparo en darle mi aprobación, siempre y cuando se tratara de yadu blanca, muy distinta de la yadu negra, que mata a la gente. Pasó un buen rato antes de que Suddhoo admitiese que ésa era precisamente la razón por la que me había hecho llamar. Entre temblores y estremecimientos, me confió entonces que el grabador de sellos era un hechicero de la peor especie; a diario daba a Suddhoo noticias de su hijo enfermo en Peshawar, a una velocidad mayor de la que podía alcanzar el relámpago, y sus noticias se veían posteriormente corroboradas en las cartas del hijo. El grabador de sellos le había anunciado que un gran peligro amenazaba a su hijo, si bien él podía evitarlo haciendo uso de su yadu blanca, a cambio de una elevada suma, como es natural. Empecé a comprender qué terreno pisaba y le dije a Suddhoo que también yo había aprendido un poco de yadu occidental y que con mucho gusto acudiría a su casa para comprobar que todo se realizaba debidamente. Nos pusimos en marcha y, de camino, Suddhoo me contó que ya le había pagado al grabador de sellos primero cien y luego doscientas rupias, y que la intervención de esa noche le costaría otras doscientas. Era poco dinero, dijo, habida cuenta del gran peligro en que su hijo se hallaba, aunque no parecía decirlo convencido.

Todas las luces de la fachada estaban apagadas cuando llegamos a la casa. Oí unos ruidos espantosos procedentes del taller del grabador; gemidos, como si estuviesen arrancando el alma a alguien. Suddhoo temblaba de la cabeza a los pies, y, mientras subíamos a tientas las escaleras, me anunció que la sesión ya había comenzado. Yanoo y Azizun nos recibieron en el rellano para informarnos de que la sesión de magia se estaba realizando en sus habitaciones, por ser más espaciosas. Yanoo es una mujer de ideas propias. Susurró que eso de la magia era un invento para sacarle el dinero a Suddhoo y, por esa razón, el grabador de sellos sería enviado cuando muriera a un lugar donde hacía mucho calor. Suddhoo casi lloraba de miedo y de vejez. No paraba de dar vueltas por la habitación en penumbra, repitiendo sin cesar el nombre de su hijo y preguntando a Azizun si no debería el grabador hacerle una rebaja por tratarse de su casero. Yanoo me condujo hasta la sombra del hueco de las ventanas talladas en forma de arco. Los postigos estaban cerrados, y sólo una pequeña lámpara de aceite iluminaba la estancia. No había posibilidad de que nadie me viera si me quedaba quieto.

Cesaron entonces los gemidos, y oímos pisadas en la escalera. Era el grabador. Se detuvo en la puerta, al tiempo que el terrier ladraba y Azizun buscaba a ciegas la cadena, y le ordenaba a Suddhoo que apagase la lámpara. La habitación quedó sumida en la más negra oscuridad, salvo por el resplandor rojizo de las dos huqas, propiedad de Yanoo y Azizun. El grabador entró, y oí que Suddhoo se echaba al suelo y empezaba a gimotear. Azizun contuvo la respiración y Yanoo retrocedió hasta una de las camas, con un escalofrío. Se oyó el tintineo de un objeto metálico y, acto seguido, una pálida llama azul verdosa se encendió a escasa distancia del suelo.

Su luz era suficiente para mostrar a Azizun, acurrucada en una esquina con el terrier entre las rodillas; a Yanoo, con las manos unidas y crispadas, que se había sentado en el borde de la cama, con el cuerpo hacia delante; a Suddhoo, tumbado boca abajo, temblando, y al grabador de sellos.

Espero no encontrarme jamás con un hombre como aquel grabador. Llevaba el torso desnudo y una corona de jazmín blanco, del grosor de mi muñeca, ceñida en la frente; se cubría por debajo de la cintura con un taparrabos de color salmón y lucía una esclava de acero en cada tobillo. Nada de esto inspiraba temor. Fue su cara lo que me dejó helado. Para empezar, tenía un color azul verdoso. De sus ojos, vueltos hacia atrás, sólo se veía la esclerótica, y su rostro era el de un demonio —un ghoul— que en nada salvo en el brillo se parecía al viejo rufián manchado de grasa que de día se sentaba ante el torno en el piso de abajo. Yacía sobre el estómago, con los brazos cruzados a la espalda, como si estuviera inmovilizado. Sólo el cuello y la cabeza se separaban del suelo, formando casi un ángulo recto con el cuerpo, como la cabeza de una cobra a punto de atacar. Resultaba espantoso. En mitad de la sala, sobre el suelo de tierra, reposaba un gran caldero de cobre en cuyo centro flotaba una pálida llama verde azulada, como una lamparilla de noche. El hombre dio tres vueltas completas alrededor del caldero, reptando. Cómo lo hizo es cosa que no puedo decir. Los músculos crecían como una ola a lo largo de su espalda y volvían a relajarse; no vi nada más que este movimiento. La cabeza era la única parte del cuerpo que parecía dotada de vida, aparte de las extrañas contorsiones de sus músculos dorsales. Yanoo, en la cama, respiraba a setenta pulsaciones por minuto; Azizun se cubría la cara con las manos, y el anciano Suddhoo se quitaba con los dedos la tierra adherida a la barba blanca y lloraba para sus adentros. Lo más horroroso era que la criatura que se arrastraba como un reptil no emitía sonido alguno, ¡sólo reptaba! Téngase en cuenta que la escena se prolongó por espacio de diez minutos, mientras el terrier gemía, Azizun temblaba, Yanoo jadeaba y Suddhoo lloraba.

Sentí que se me erizaba el vello de la nuca y el corazón me latía como las aspas de un ventilador. Por suerte el grabador se delató al realizar el más extraordinario de sus trucos, y pude recobrar la calma. Una vez concluidas las espeluznantes vueltas, separó cuanto pudo la cabeza del suelo y lanzó un chorro de fuego por la nariz. Pero yo sabía cómo se escupe fuego —incluso puedo hacerlo—, y no me inquieté. Todo era una estafa. Si se hubiera limitado a reptar, si no hubiese querido realzar el efecto, Dios sabe lo que hubiera yo llegado a creer. Las muchachas gritaron ante la visión del fuego, mientras la cabeza del grabador caía estrepitosamente sobre el suelo y el cuerpo yacía como un cadáver, con los brazos atados. A continuación se produjo una pausa de cinco minutos, hasta que la llama azul se extinguió. Yanoo se agachó para ajustarse una de las pulseras de los tobillos, al tiempo que Azizun se volvía hacia la pared y cogía en brazos al terrier. Suddhoo estiró mecánicamente el brazo hacia la huqa de Yanoo, que la deslizó por el suelo con la punta del pie. En una de las paredes, justo encima del cuerpo yaciente, resplandecían dos retratos con marcos de cartón, de la reina y del príncipe de Gales. Observaban la actuación y, a mi entender, su presencia la volvía aún más grotesca.

Cuando el silencio empezaba a tornarse insoportable, el cuerpo se volvió y se alejó rodando del caldero hacia un lado de la estancia, donde quedó tumbado boca arriba. En el interior del caldero se oyó un débil «plop», idéntico al sonido que hace un pez cuando salta, y la luz verde del centro revivió.

Miré el caldero y, meciéndose en el agua, vi la cabeza negra, encogida y seca de un bebé indígena: los ojos abiertos, la boca abierta y el cráneo afeitado. Por inesperado, el impacto fue mucho peor que la exhibición reptil. No tuvimos tiempo de decir nada antes de que la cabeza empezase a hablar.

Quien haya leído el relato de Poe sobre la voz que sale del cuerpo hipnotizado de un hombre agonizante alcanzará a comprender siquiera la mitad del horror que inspiraba la voz de aquella cabeza.

Mediaba entre cada palabra un intervalo de uno o dos segundos, y había en la voz una especie de tintineo, como el timbre de una campana. Se desgranó despacio, como si hablara para sí, durante varios minutos antes de que yo pudiera librarme de un sudor frío. Fue entonces cuando se me ocurrió la bendita solución. Miré el cuerpo que yacía junto al umbral de la puerta y, allí, justo en la cavidad donde el cuello se une con los hombros, vi un músculo en modo alguno relacionado con la respiración normal, a ritmo regular, de un hombre. Todo era una esmerada reproducción del terafín egipcio, del que tenemos conocimiento a través de los libros, y la voz era el fruto de un astuto y hábil ejercicio de ventriloquia. La cabeza no dejaba de chocar contra las paredes del caldero mientras le hablaba a Suddhoo, a cuyo rostro había vuelto el llanto, sobre la enfermedad del hijo y de su evolución hasta esa misma tarde. El grabador de sellos contará siempre con mi respeto por su adaptación a los tiempos del telégrafo. La voz siguió diciendo que los más diestros doctores vigilaban al enfermo día y noche, y que éste tal vez recuperase la salud si se doblaban los honorarios del poderoso hechicero, cuyo siervo era la cabeza que hablaba desde el caldero.

Ése fue el error de la puesta en escena. Era absurdo pedir el doble de lo estipulado con la voz que podría haber usado Lázaro al regresar de entre los muertos. Yanoo, que es ciertamente una mujer de intelecto masculino, cayó en la cuenta al mismo tiempo que yo. Entre dientes y con desprecio, la oí decir: «¡Asli nahin! ¡Fareib!». Y nada más decirlo, la luz del caldero se apagó, la cabeza dejó de hablar y oímos crujir las bisagras de la puerta de la habitación. Yanoo encendió entonces una cerilla, prendió la lámpara, y comprobamos que la cabeza, el caldero y el grabador habían desaparecido. Suddhoo se retorcía las manos y explicaba a todo el que quisiera escucharlo que, aun cuando su salvación eterna dependiera de ello, no podía conseguir otras doscientas rupias. Azizun continuaba en su rincón, al borde de la histeria, mientras que Yanoo, tranquilamente sentada en el borde de la cama, sopesaba las posibilidades de que todo fuera un bunao, un «montaje».

Ofrecí una explicación plausible de las artes mágicas del grabador de sellos, pero Yanoo tenía un argumento mucho más sencillo.

La magia que exige un precio no es magia de verdad. Mi madre me enseñó que los únicos conjuros eficaces son los que se hacen por amor. Ese grabador es un mentiroso y un demonio. No me atrevo a hacer nada ni a decir nada, y tampoco a que nadie haga nada, pues estoy en deuda con Bhagwan Dass, el bunnia, por dos anillos de oro y una pulsera de mucho peso. Es en su tienda donde compro mi comida. El grabador es amigo suyo, y podría envenenarla. Lleva diez noches haciéndose pasar por yadu para sacarle a Suddhoo sus buenas rupias. Hasta hoy usaba gallinas negras, limones y mantras. Nunca había hecho nada parecido a lo de esta noche. Azizun es tonta, y no tardará en convertirse en una purdahnashin(Mujer que vive oculta tras un velo). Suddhoo ha perdido su energía y su valor. Yo esperaba obtener muchas rupias de Suddhoo mientras viviera, y aún más después de su muerte; pero se lo está gastando todo en ese grabador, que es un demonio y una mala bestia.

Intervine entonces para decir:

¿Por qué me ha metido Suddhoo en este asunto? Desde luego que puedo hablar con el grabador para que le devuelva su dinero. Todo es un juego de niños sin el menor sentido; además de una vergüenza.

Porque Suddhoo es como un niño viejo —dijo Yanoo—. Lleva setenta años viviendo en las azoteas y tiene menos juicio que una cabra. Le ha traído aquí para asegurarse de no estar violando ninguna ley del Sirkar, de cuya sal se alimentó hace ya muchos años. Venera el suelo que pisa el grabador de sellos, y ese comedor de vacas le ha prohibido que vaya a visitar a su hijo. ¿Qué sabe Suddhoo de vuestras leyes o del correo relámpago? Y yo aquí, viendo cómo malgasta su dinero con esa bestia día tras día.

Yanoo estampó el pie en el suelo, a punto de llorar de indignación, mientras Suddhoo sollozaba bajo una manta, acurrucado en el rincón, y Azizun intentaba guiar hasta su boca de anciano bobo la boquilla de la pipa.

La situación es la siguiente. Como consecuencia de mi imprudente actitud, me expongo ahora a ser acusado de colaboración e instigación para obtener dinero ilícitamente, lo cual está prohibido por el Apartado 420 del Código penal indio. Y me encuentro indefenso por la siguiente razón. No puedo informar a la policía. ¿Qué testigos respaldarían mi denuncia? Yanoo se niega en redondo, y Azizun vive oculta bajo un velo en algún lugar cercano a Bareilly, perdida en esta gran India nuestra. No me atrevo a tomar la justicia por mi mano hablando con el grabador de sellos, pues no sólo es seguro que Suddhoo no me creería, sino que podría provocar el envenenamiento de Yanoo, maniatada por su deuda con el bunnia. Suddhoo es un viejo chocho, y siempre que nos encontramos repite mi mal chiste de que el Sirkar patrocina la magia negra, antes que velar por lo contrario. Su hijo ya se ha recuperado, pero Suddhoo vive completamente sometido por el grabador de sellos, conforme a cuyos consejos regula todos sus asuntos. Yanoo ve cómo día tras día el grabador se queda con el dinero que ella esperaba obtener de Suddhoo, y está cada vez más furiosa y huraña.

Nunca dirá nada, porque no se atreve; pero, a menos que algo la detenga, temo que el grabador morirá de cólera —en su variedad causada por el arsénico blanco— mediado el mes de mayo. Y será así como yo tendré conocimiento de un crimen en la casa de Suddhoo.

Rudyard Kipling

Para estar informado de los últimos artículos, suscríbase:
Asociacion Cultural y Educativa Contracorriente -  Alojado por Overblog