LA BODEGA ENCANTADA

Pocas personas habrá que no hayan oído hablar de los Mac Carthies, una de las familias irlandesas verdaderamente antiguas, por cuyas venas corre, tan
espesa como manteca, auténtica sangre milesia.
Muchas han sido las ramas de esta familia en el Sur, como la de los Mac Carthy-more y la de los Mac Carthy-reagh y la de los Mac Carthy de Muskerry, y todas ellas se han distinguido por su hospitalidad agradable y sencilla.
Pero ninguno ganó a Justm Me Carthy, de Ballinacarthy, en abastecer abundantemente su mesa de comida y bebida, y siempre había una bienvenida cordial para cualquiera que quisiera compartirla con él. Siendo como era grande, la bodega estaba repleta de vinos y las largas hileras de toneles, cubas y barriles tardarían en contarse más tiempo del que cualquier hombre sobrio podría pasar en un lugar como aquél, con profusión de bebida a su alrededor y un recibimiento cordial para animarle.
Habrá sin duda muchos que pensarán que en una casa como aquella el mayordomo no tendría queja; y toda la comarca circundante habría pensado como ellos de haberse encontrado un hombre que permaneciera de mayordomo en casa del señor Mac Carthy por un espacio de tiempo que valiera la pena de mencionarse. Y sin embargo, ninguno de los que habían estado a su servicio decía una sola palabra en contra suya.
–No encontramos defectos al señor –afirmaban–, y sólo con que hubiera alguien que fuera a buscar el vino a la bodega, cada uno de nosotros habría
podido encanecer en su casa y vivir tranquilo y contento a su servicio hasta el fin de sus días.
–¡La verdad que es cosa rara! –pensó el joven Juanito Leary, un muchacho que se había criado desde niño en las caballerías de Ballinacarthy, ayudando a cuidar los caballos y que en ocasiones había echado una mano al mayordomo en la despensa–. Es una cosa bien chocante, verdaderamente, que un hombre tras otro, en vez de estar satisfechos con el mejor cargo de la casa de un buen amo. renuncien a él, y todo, según dicen, por culpa de la bodega. Si el amo, que larga vida haya, quisiera hacerme su mayordomo, yo garantizo que no volvería a oírse refunfuñar cuando mande bajar a la bodega.
En consecuencia, el joven Leary esperó una oportunidad favorable para hacerse notar de su amo.
Pocos días después, el señor Mac Carthy fue a su caballeriza más temprano que de costumbre, y llamó en voz alta al palafrenero para que te ensillara el
caballo, pues tenía intención de salir con los sabuesos. Pero no había palafrenero que contestase, y el joven Juanito Leary sacó a Rainbow de la caballeriza.
–¿Dónde está Guillermo? –preguntó el señor Mac Carthy.
–¿Decía. el señor...?
Y el señor Mac Carthy repitió su pregunta.
–¿Se refiere el señor a Guillermo9 Bueno. pues para decir la verdad, anoche bebió un trago de más
–¿De dónde lo sacó? –dijo el señor Mac Carthy–. Pues desde que se marchó Tomás la llave de la bodega no ha salido de mi bolsillo y he tenido que ir yo
mismo a buscar las bebidas.
–¡Triste cosa es! -dijo Leary–. Pero. . . –prosiguió haciendo una profunda reverencia, para lo cual tiró hacia abajo de su cabeza por un mechón de pelo
mientras su pierna, que había adelantado, rascaba el suelo por detrás–, ¿puedo atreverme a hacer una pregunta?
–¡Habla, Juanito! –dijo el señor Mac Carthy. – Entonces, ¿necesita el señor mayordomo?
–¿Puedes recomendarme a alguien? --contestó el amo, sonriendo con buen humor–, y alguien que no tenga miedo de bajar a. la bodega?
–¿Todo consiste pues en la bodega? –dijo el joven Leary–. ¡Pues aquí estoy yo para ello!
- Entonces, ¿es que pretendes ofrecerme tus servicios como mayordomo? –preguntó el señor Mac Carthy con cierta sorpresa.
–Exactamente –contestó Leary, levantando por primera vez los ojos del suelo.
–Bueno, me pareces un buen muchacho y no tengo inconveniente en ponerte a prueba,
–¡El señor viva muchos años y que Dios nos lo guarde a todos! –exclamó Leary con otra reverencia mientras su amo se alejaba a caballo.
Y siguió mirándole fijamente come idiotizado, hasta que su mirada fue asumiendo puco a poco y por grados un aire de importancia..
–¡Juanito Leary –dijo por fin maravillado– ya no es Juanito, por mi fe, sino el señor Juan, el mayordomo!
–y con aire fachendoso salió de la caballeriza se dirigió a la cocina.
Interesa poco para mi historia, pero puede servir de enseñanza al lector, el pintar la repentina transformación de un don nadie en alguien. El antiguo
compañero de caballeriza de Juanito, un pobre sabueso jubilado llamado Bran, acostumbrado a. recibir muchas palmaditas cariñosas en la cabeza, fue
apartado de un puntapié con un "¡fuera de aquí!". En verdad que la pobre memoria de Juanito pareció tristemente afectada por e) repentino cambio de posición, y lo que vino a. dejarlo fuera de duda fue que se olvidó del lindo rostro de Peggy, la pincha, cuyo corazón había asaltado la semana anterior con el ofrecimiento de comprarle un anillo para el cuarto dedo de la mano derecha.
Cuando el señor Mac Carthy volvió de caza mandó llamar a Juanito Leary.
–Juanito –le dijo–, me pareces un chico de confianza, y aquí están las llaves de mi bodega. He invitado a cenar a los señores que han ido hoy conmigo
de cacería, y espero que queden satisfechos del servicio de la mesa; pero sobre todo, ¡que no falte vino después de cenar!
El señor Juan, que tenía buena vista para estas cosas y era de natural despejado, colocó el mantel debidamente, puso los platos, tenedores y cuchillos según el modo como había visto llevar a cabo estos ritos a sus predecesores, y realmente, para ser la primera vez, sirvió la mesa muy bien.
No hay que olvidar, sin embargo, que se trataba de la casa de campo de un señor irlandés, que agasajaba a un grupo de cazadores de zorras de bota y
espuela, no muy exigente respecto a las que, en otras circunstancias y reuniones, son cuestiones de infinita importancia. Por ejemplo, pocos de los
invitados del señor Mac Carthy (a pesar de ser todos a su modo personas de valer) se preocupaban mucho del ron con que estuviera hecho el ponche servido detrás de la sopa; algunos, ni siquiera se habrían interesado por la calidad del buen whisky irlandés, y a excepción del propio anfitrión, la reunión entera prefería el oporto que el señor Mac Carthy puso sobre la mesa al gusto menos fuerte del clarete, elección bastante en disconformidad con el sentir
moderno.
Se acercaba medianoche cuando el señor Mac Carthy llamó tres veces. Era la señal para pedir más vino, y Juanito se dirigió a la bodega en busca de
repuesto, aunque hay que confesarlo, no sin cierta vacilación.
El lujo del hielo era entonces desconocido en el sur de Irlanda, pero la superioridad del vino frío había sido reconocida por todos los hombres de buen gusto y sano juicio. El abuelo del señor Mac Carthy, que levantó la casa de Ballinacarthy en el emplazamiento de un antiguo castillo que había pertenecido a sus antepasados, se daba perfectamente cuenta de este
hecho importante, y al construir su magnífica bodega había aprovechado una profunda cueva, excavada en sólida roca en tiempos pretéritos como lugar de segura retirada.
La bajada a aquella cueva se hacía por un empinado tramo de escaleras de piedra; aquí y allá, en las paredes había estrechas aberturas (mejor diríamos, grietas) y también ciertos salientes que proyectaban sombras obscuras y resultaban amedrentadores cuando alguien bajaba las escaleras con una sola luz; y la verdad es que dos luces no mejoraban mucho la situación, pues aunque la sombra se aclarase las estrechas grietas seguían tan negras o más negras que nunca.
Haciendo acopio de toda su resolución bajó el nuevo mayordomo llevando en la mano derecha una linterna y la llave de la bodega, y en la izquierda una
cesta que le pareció suficientemente grande para contener un repuesto adecuado para lo que quedaba de noche. Llegó a la puerta sin detenerse,
pero cuando metió la llave, que era vieja y tosca – como anterior a la patente de Bramah-,y la hizo girar en la cerradura, le pareció oír en la bodega una risa
extraña que hizo vibrar con tal violencia las botellas vacías que había en si suelo, que éstas chocaron unas contra otras. Podía haberse engañado en lo de la risa, pero lo que es en esto no podía engañarse, pues las botellas estaban a sus pies y las veía moverse.
Leary se detuvo un momento, y miró a su alrededor con precaución. Luego empuñó osadamente la llave y le dio la vuelta en la cerradura con todas sus
fuerzas, como si dudara que fuese capaz de ello, y la puerta se abrió con un estampido tan tremendo que si la casa no hubiera estado construida sobre sólida roca se habría estremecido desde sus cimientos.
Contar lo que vio el pobre muchacho seria imposible, pues parece que él mismo no se enteró muy bien; pero lo que dijo al día siguiente al cocinero fue que había oído mugir y bramar, como a un toro furioso y que todas las cubas y barriles y toneles de la bodega se balancearon hacia atrás y hacia adelante, con tal fuerza que le pareció que todas iban a romperse, ahogándole en vino.
Cuando Leary se recobró, regresó como pudo al comedor, donde encontró al amo y a sus acompañantes esperándole con impaciencia.
–¿Qué es lo que te ha hecho tardar tanto? –dijo el señor Mac Carthy muy enfadado–. ¿Y dónde está el vino? Lo pedí hace media hora.
–El vino está en la bodega, según espero, señor contestó Juanito, temblando violentamente–. Es que no se haya perdido todo.
–¿Qué quieres decir, loco? –exclamó el señor Mac Carthy todavía más enfadado–. ¿Por qué no has traído algo contigo?
Juanito miró desesperadamente a su alrededor, limitándose a exhalar un profundo gemido.
–Señores –dijo el señor Mac Carthy a sus invitados–, ¡esto es demasiado! La primera vez que cene con ustedes deseo hacerlo en otra casa, pues me es
imposible seguir más tiempo en ésta, en la que el dueño no puede mandar en su propia bodega ni encontrar un mayordomo que cumpla su obligación.
Vengo pensando hace mucho en mudarme de Ballinacarthy, y ahora estoy resuelto, con la bendición de Dios, a marcharme mañana. ¡Pero tendréis vino, aunque haya de ir yo mismo a la bodega a buscarlo!
Al hablar así, se levantó de la mesa, cogió la llave y la linterna de manos de su atónito criado, que le contemplaba con una mirada estúpida, y bajó las empinadas escaleras, la descritas, que conducían a la bodega.
Cuando llegó a la puerta, que encontró abierta creyó oír un ruido como de ratas o ratones que arañasen los toneles, y al avanzar descubrió una figurilla de una seis pulgadas de altura, sentada a horcajadas sobre una cuba del más viejo oporto y con una espita al hombro. Levantando la linterna, el señor Mac Carthy contempló maravillado a aquel hombrecillo: llevaba un gorro rojo en la cabeza, se tapaba por delante con un corto delantal de cuero que aparecía muy ladeado a causa de la postura, las medias azul pálido le cubrían casi enteramente las piernas y los zapatos lucían enormes cascabeles de plata y tacón alto (tal vez para presumir de más estatura). Tenía la cara como una manzana de invierno, la nariz de un rojo subido, le brillaban los ojos y su boca se plegaba a un lado, en una mueca socarrona.
–¡Ah, bribón! –exclamó el señor Mac Carthy–. ¡Por fin doy contigo, perturbador de mi bodega! ¿Qué estás haciendo aquí?
–Amo y señor –contestó el hombrecillo mirándole con un solo ojo y lanzando con el otro una burlona mirada a la espita que llevaba al hombro–, ¿no nos
mudamos mañana? ¡Y de seguro que no vas a dejarte atrás a tu pequeño Cluricaune Naggeneen!
–¡Bueno! –pensó el señor Mac Carthy–, si has de seguirme, señor Naggeneen, no veo la necesidad de abandonar Ballinacarthy –y cargando de vino la
cesta que el joven Leary, en su terror, había dejado abandonada, cerró la puerta de la bodega y volvió a reunirse con sus huéspedes.
Después de esto, el señor Mac Carthy tuvo que ir personalmente, durante años, a buscar el vino para su mesa, pues el pequeño Cluricaune Naggeneen
parecía sentir por él un respeto personal. A pesar del trabajo de estos largos paseos, el gran señor de Ballinacarthy vivió en la mansión de sus padres hasta edad avanzada, y fue famoso por la excelencia de su vino y el agrado de su compañía; pero cuando murió, este mismo agrado había casi agotado su bodega, y como ésta no volvió a verse nunca tan frecuentada ni tan llena, las algarazas del señor Naggeneen perdieron renombre y ahora sólo se habla de ellas entre las leyendas del país. Incluso se ha llegado a decir que el pobrecillo tomó tan a pecho la decadencia de la bodega, que descuidó su persona y se le ha visto vagar algunas veces malamente cubierto de andrajos.

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