El rey y el arquero

Vivía en cierto reino un zar que no había pensado aún en casarse y que tenía a su servicio un arquero llamado Andréi.

En cierta ocasión salió Andréi de caza, y aunque anduvo por el bosque todo el día, la suerte no quiso que cobrara ni una sola pieza. Al anochecer emprendió Andréi el regreso, muy triste por su mala fortuna, y de pronto vio una tórtola posada en una rama.

Menos mal —se dijo el buen arquero—, por lo menos no volveré con el morral vacío”.

Disparó Andréi una flecha e hirió al ave. La tórtola cayó sobre la húmeda tierra. Andréi la levantó, y se disponía ya a retorcerle el cuello, para meterla en el morral, cuando la tórtola le dijo:

No me mates, arquero Andréi, no me retuerzas el cuello. Llévame viva a tu casa y déjame en el poyo de la ventana. Cuando veas que me entra sueño, golpéame con la mano derecha cuán fuerte puedas y alcanzarás una dicha infinita.

Andréi quedó atónito, y no era para menos. ¡La tórtola hablaba como las personas! En fin, llevó Andréi el ave a su casa, Ía dejó en el poyo de la ventana y se puso a esperar.

Al poco tiempo, la tórtola ocultó la cabeza bajo el ala y se durmió. Recordó Andréi lo que el ave le había dicho y la golpeó muy fuerte la mano derecha. La tórtola cayó al suelo y quedó convertida en una doncella, en la princesita María, tan hermosa que ni en los cuentos tenía igual.

La princesita María dijo al arquero:

Ya que has sabido cazarme, sabe guardarme. Festejemos nuestro encuentro sin grandes prisas y, después, a casarnos. Seré una mujer fiel y alegre.

Así lo resolvieron. Andréi el Arquero se casó con la princesita María y vivían los dos muy felices. No obstante, Andréi no olvidaba sus obligaciones: cada día salía al bosque al amanecer y llevaba las piezas cobradas a la cocina del zar.

Pero no vivieron así mucho tiempo. La princesita María dijo en cierta ocasión:

Vives muy pobremente, Andréi.

Como tú misma ves.

Mira, procúrate unos cien rublos y compra hilos de seda de distintos colores, que lo demás corre de mi cuenta.

Hizo Andréi lo que su mujer le había dicho, pidió dinero a sus compañeros —a quien un rubIo, a quien dos—, compró los hilos y se los llevó a su mujer. La princesita María tomó los hilos y dijo a su marido:

Acuéstate, que mañana será otro día.

Andréi se acostó, y la princesita María se puso a tejer. En una sola noche tejió un tapiz como el mundo no había visto nunca: en él aparecía dibujado todo el reino, con sus ciudades y pueblos, con sus bosques y vergeles, con sus aves en el cielo, sus fieras en los montes y sus peces en los mares; en torno, giraban la luna y el sol...

A la mañana siguiente, la princesita María dio el tapiz a su marido y le dijo:

Llévalo al bazar y véndelo a algún mercader; pero ten cuidado, no le pongas precio y acepta lo que te den.

Andréi tomó el tapiz, se lo colgó del brazo y se fue al bazar.

Se le acercó apresuradamente un mercader, que le dijo:

Escucha, buen hombre, ¿qué pides por el tapiz?

Ponle precio tú, que eres mercader.

Por más que calculaba, el mercader no podía poner precio al tapiz aquel. Se acercó otro mercader, luego otro más, y, al poco, toda una muchedumbre contemplaba admirada el tapiz, pero nadie podía ponerle precio.

Acertó a pasar por allí un consejero del zar y quiso saber de qué hablaban los mercaderes. Se apeó de la carreta, se abrió paso a duras penas por entre el inmenso gentío y preguntó:

¡Buenos días, mercaderes venidos de allende el mar! ¿De qué estáis hablando?

Aquí nos tiene sin poder ponerle precio a este tapiz.

Miró el consejero el tapiz y quedó maravillado.

Dime, arquero, la pura verdad: ¿de dónde has sacado ese tapiz, tan bello?

Lo ha bordado mi mujer.

¿Cuánto quieres por él?

No lo sé. Mi mujer me dijo que no regateara, que aceptara lo que me diesen.

Aquí tienes, arquero, diez mil rubIos.

Tomó Andréi el dinero, entregó el tapiz y se fue a su casa.

El zar quedó boquiabierto cuando puso sus ojos en aquel tapiz en el que todo su reino se veía como si se tuviese en la palma de la mano.

Pídeme lo que quieras —dijo a su consejero—, pero me quedo con el tapiz.

Sacó el rey veinte mil rubIos y los entregó a su consejero. Este se guardó las monedas y pensó: “No importa, yo pediré que me hagan otro todavía más bello”.

Montó otra vez en su carreta y se dirigió a la barriada en que vivía Andréi. Encontró la isba del arquero y llamó a la puerta. Le abrió la princesita María. El consejero había pasado ya un pie sobre el umbral, pero no podía mover el otro y callaba, olvidado de lo que le había llevado allí: ante él había una mujer tan bella, que se podía estar toda la vida mirándola. La princesita María esperó un buen rato, pero al ver que el hombre aquel no despegaba los labios, lo tomó de los hombros, le hizo dar media vuelta y cerró la puerta. El consejero se recobró a duras penas de su asombro y se fue de muy mala gana a su casa. Desde aquel día perdió el apetito y el sosiego: no se podía quitar de la cabeza la mujer del arquero.

El rey se dio cuenta de que a su consejero le ocurría algo y le pre­guntó qué le preocupaba.

El consejero dijo al zar:

¡Ay, he visto a la mujer de un arquero y no hago más que pensar en ella! He perdido el apetito, y no hay bebedizo que me pueda hacer olvidarla.

Sintió el zar vivos deseos de ver a la mujer del arquero. Se vistió como la gente del pueblo, encaminó sus pasos a la isba del arquero Andréi y llamó a la puerta. La princesita María le abrió. El rey pasó un pie sobre el umbral, pero no podía mover el otro, paralizado de asombro: jamás había visto una mujer tan bella. Al ver que el hombre aquel no despegaba los labios, la princesita María le tomó por los hombros, le hizo dar media vuelta y cerró la puerta.

Sintió el zar que se había enamorado perdidamente. “¿Por qué —se decía— vivo soltero? ¡Oh, si pudiera casarme con esa beldad! No ha nacido para ser la mujer de un arquero, ha nacido para ser reina”.

Regresó el zar a palacio y concibió un negro designio: quitarle la mujer al arquero. Llamó el rey a su consejero y le dijo:

Piensa en lo que se podría hacer para que desaparezca el arquero Andréi. Si se te ocurre algo, te donaré ciudades y pueblos, y grandes tesoros; si no se te ocurre nada, puedes despedirte de tu cabeza.

Quedó triste y pensativo el consejero del rey. No se le ocurría de qué modo se podría quitar la vida al arquero. Resolvió el consejero ahogar en vino sus penas y se fue a la taberna.

Se le acercó allí un borrachín que vestía un caftán hecho unos zorros

y le dijo:

¿Qué te pasa, consejero de su majestad, por qué te veo triste y cabizbajo?

¡Déjame en paz, borrachín!

En vez de gritarme, convídame a un vaso de vino, y te sacaré de apuros.

El consejero convidó a un vaso de vino al borrachín y le contó sus penas.

El borrachín le dijo:

Acabar con el arquero Andréi no sería difícil, es un simplón, pero su mujer es muy astuta. De todos modos, idearemos algo superior a su ingenio. Vuelve a palacio y dile al rey que envíe al arquero Andréi al otro mundo para que se entere de cómo vive el difunto padre del rey: Andréi irá allí y ya no regresará.

El consejero dio las gracias al borrachín y corrió a palacio.

Ya he ideado de qué modo se puede acabar con el arquero.

Dijo el consejero al zar a dónde debía enviar a Andréi y para qué.

El rey se puso muy contento y mandó que llamaran a Andréi. Cuando éste se hubo presentado, le dijo:

Tú, Andréi, siempre has sido mi fiel súbdito, y quiero que me prestes un servicio: ve al otro mundo y entérate qué tal vive mi padre. Si no vas, puedes despedirte de tu cabeza.

Andréi regresó a casa y se sentó en un banco, muy abatido, gacha la cabeza. La princesita María le preguntó:

¿Por qué estás disgustado? ¿Ha ocurrido algo malo?

Andréi contó a su mujer lo que le había ordenado el rey. La prince­sita María le consoló, diciendo:

¿Por tan poca cosa te pones así? Eso no es nada para lo que ha de venir. Acúestate, que mañana será otro día.

Muy de mañana, cuando Andréi se despertó, la princesita María le dio un saco de galletas y un anillo de oro y le dijo:

Ve y dile al zar que debe acompañarte su consejero, pues de lo contrario nadie creería que estuviste en el otro mundo. En —cuanto sal­gas, con tu acompañante, a la carretera, echa al suelo el anillo, y él te mostrará el camino.

Tomó Andréi el saco de galletas y el anillo, se despidió de su mujer y se encaminó a palacio para pedir al zar que lo acompañara el consejero. El zar no tuvo más remedio que acceder y dispuso que el consejero acompañara a Andréi al otro mundo.

En fin, se pusieron los dos en camino. Andréi arrojó al suelo el anillo, que se puso a rodar. Andréi lo seguía por los despejados cam­pos, por los musgosos pantanos, por los ríos y lagos, y en pos de Andréi caminaba el consejero del zar. Cuando se cansaban, hacían un alto y comían unas galletas. .

En fin, pasado algún tiempo, no sabemos si mucho o poco, después de cubrir cierta distancia, no sabemos si grande o pequeña, llegaron a un espeso bosque y bajaron a un profundo barranco. Allí se detuvo el anillo.

Andréi y el consejero se sentaron para comer unas galletas. De pronto vieron que el viejo zar tiraba de un enorme carro cargado de leña y que dos diablos, provistos de sendas estacas, lo arreaban, cada uno por un costado.

Andréi dijo al consejero:

Mira, ¿no es ese nuestro difunto zar?

Sí, tienes razón, él es quien tira de ese carro cargado de leña. Andréi gritó a los diablos.

¡Eh, señores diablos, dejen suelto, aunque sea por un ratito, a ese difunto, que necesito hablar con él!

Los diablos respondieron:

No tenemos tiempo que perder. Di, ¿quieres que nosotros mismos tiremos del carro? ­

¿Por qué? Aquí tienen a mi compañero, que puede hacer eso

dijo el arquero.

En fin, los diablos desengancharon al viejo zar, uncieron al carro al consejero y se pusieron a descargarle estacazos por ambos costados; el consejero, encorvado por el esfuerzo, tiraba del carro.

Andréi preguntó al viejo zar qué tal vivía.

¡Ay, arquero Andréi—respondió el rey—, en el otro mundo vivo muy mal! Saluda de mi parte a mi hijo y dile que sea bueno con la gente, si no le ocurrirá lo mismo que a mí.

Apenas si habían terminado la conversación, cuando los diablos regresaban ya, con el carro vacío. Andréi se despidió del viejo zar, se hizo cargo del consejero, y ambos emprendieron el regreso.

Llegaron a su reino y se personaron en palacio. El zar vio al arquero y, furioso, le gritó:

¿Cómo has osado volver?

Andréi le respondió:

He estado en el otro mundo y he visto a tu difunto padre. Vive mal. Me ha pedido que te salude de su parte y te diga que seas bueno con la gente.

¿Tienes pruebas de que has estado en el otro mundo y hablado con mi padre?

¿Pruebas? Su consejero tiene aún en la espalda los cardenales que los diablos le hicieron con sus estacas.

El zar se convenció de lo que Andréi le decía y no tuvo más remedio que dejar que se fuera a su casa. Luego, dijo a su consejero:

Como no se te ocurra algo para acabar con el arquero, despídete de tu cabeza.

El consejero salió de palacio más triste que antes. Entró en taberna, se sentó a una mesa y pidió vino. Se le acercó el borrachín.

¿Por qué te veo tan cabizbajo, consejero de su majestad? Convídame a un vaso de vino y te diré lo que debes hacer.

El consejero convidó al borrachín a un vaso de vino. El borrachín le dijo:

Vuelve atrás y dile al zar que ordene al arquero algo que no cumplir, sino que hasta imaginárselo sea difícil. Dile que lo envíe al fin al mundo para que le traiga el Gato del Sueño...

Corrió el consejero a palacio y dijo al zar lo que debía pedir arquero para que éste no pudiera regresar. El rey mandó llamar a Andréi.

Andréi —dijo—, ya que cumpliste bien la misión que te encargué ve ahora al fin del mundo y tráeme el Gato del Sueño. Si no lo traes despídete de la cabeza. Regresó Andréi a casa taciturno y cabizbajo y contó a su mujer lo que le había ordenado el zar.

¿Por eso te pones así? Eso no es nada para lo que ha de venir. Acuéstate, que mañana será otra día.

Andréi se acostó, y la princesita María fue á la fragua y pidió al herrero que le hiciera tres bonetes de hierro, unas tenazas y tres varillas: una de hierro, otra de cobre y la tercera de estaño.

Muy de mañana, la princesita María despertó a Andréi.

Aqui tienes tres bonetes y tres varillas; puedes ya ir al fin del mundo. Cuando te falten tres verstas para llegar, te acometerá un sueño irresistible. Eso será cosa del gato, que procurará amodorrarte. No duermas, mueve un brazo tras otro y una pierna tras otra, y donde no puedas andar, avanza a rastras. Si te duermes, el Gato del Sueño te matará.

En fin, la princesita María explicó a su marido todo lo que debía hacer y se despidió de él.

Contar, pronto se cuenta, pero transcurrieron muchos días con sus noches antes de que Andréi llegara al fin del mundo. Cuando le faltaban unas tres verstas para alcanzar su meta, sintió de pronto un sueño irresistible. Se puso los tres bonetes de hierro y, moviendo un brazo tras otro y una pierna tras otra, siguió su camino; donde no podía caminar, avanzaba a rastras. Sobreponiéndose mal que bien al sueño, llegó Andréi a la vista de un alto poste.

Al descubrir la presencia de Andréi, el Gato del Sueño emitió un gruñido, luego se puso a maullar y saltó desde lo alto del poste a la cabeza del arquero. Rompió dos bonetes y la emprendió con el tercero. Pero Andréi asió al gato con las tenazas, lo arrojó al suelo y se puso a golpearlo con las varillas. Lo azotó primero con la varilla de hierro, hasta que la rompió, luego empuñó la de cobre, hasta que la partió en dos, y, por último, se puso a azotarlo con la de estaño.

La varilla de estaño se doblaba, pero no se partía. Andréi propinaba golpe tras golpe al gato, y éste se puso a contar cuentos de los popes, los diáconos y las hijas de los popes. Andréi, sin escucharle, continuaba alzando y abatiendo la varilla.

Incapaz de resistir más golpes y convencido de que no lograría engañar a Andréi, el gato pidió clemencia:

¡No me pegues más, buen hombre, y haré por ti todo lo que me pidas!

¿Te vendrás conmigo?

Adonde quieras.

Andréi emprendió _l regreso, llevando consigo al gato. Llegó por fin a su reino, se presentó con el gato ante el rey y dijo a éste:

He hecho, señor, todo lo que me ordenaste, te he traído el Gato del Sueño. . I

El zar se asombró y dijo:

¡Ea, Gato del Sueño, muestra tu genio!

El gato afiló sus uñas y quisó desgarrar con ellas el pecho del zar para sacarle el corazón.

El zar gritó asustado:

¡Andréi, arquero mío, apacigua, por Dios, al Gato del Sueño!

Andréi apaciguó al gato, lo metió en una jaula y se fue a casa, donde esperaba la princesita María. Vivía Andréi muy feliz con su mujer, pero el zar estaba cada vez más enamorado y llamó de nuevo a su consejero. — Arréglatelas como quieras —le dijo—, pero acaba con el arquero; si

no lo consigues, puedes despedirte de la cabeza.

El consejero se fue derecho a la taberna, encontró allí al borrachín y le pidió que le ayudara. El borrachín se echó al coleto un vaso de vino, se pasó la mano por los bigotes y dijo: I

Ve y dile al zar que ordene a Andréi ir no se sabe a dónde y traer no se sabe qué. Andréi no podrá cumplir la orden esa en toda su vida y no regresará jamás.

El consejero corrió en un vuelo a palacio y dijo al zar lo que había qué hacer. El zar mandó llamar a Andréi.

Ya que has cumplido dos misiones que te encomendé —le dijo—, cumple otra más: ve no se sabe a dónde y trae no se sabe qué. Si lo haces, te recompensaré generosamente, como corresponde a soberano, y si no, despídete de la cabeza.

Llegó Andréi a casa, se sentóen el banco y se puso a llorar. La princesita María le preguntó:

¿Qué te pasa, querido?, ¿por qué lloras?

¡Ay —respondió Andréi—, cuánto tengo que sufrir por tu belleza! El zar me ha ordenado que vaya no se sabe a dónde y traiga no se sabe qué.

¡Esta vez sí que es difícil la co­sa! En fin, no te preocupes; acués­tate que mañana será otro día.

La princesita María esperó a que oscureciera del todo, abrió un libro de magia y se enfrascó en su lectura, pero acabó dejándolo a un lado y llevándose las manos a la cabeza: en el libro no se decía nada de lo que había ordenado el zar. La princesita María salió a la terracilla, sacó su pañuelo y lo sacudió. Acudieron todos los pájaros y fierecillas.

Fierecillas del bosque y pá­jaros del cielo —dijo la princesita—, vosotros que corréis y voláis por todas partes, ¿no sabéis cómo se puede ir no se sabe a dónde y traer no se sabe qué?

Las fierecillas y los pájaros respondieron:

No, princesita María, no lo sabemos. Sacudió la princesita María su pañuelo, y las fierecillas y los pájaros desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Volvió a sacudir el pañuelo y aparecieron ante ella dos gigantes.

¿Qué deseas, señora nuestra? ¿Qué es lo que quieres? — Llevadme, mis fieles servidores, a mitad del mar océano.

Alzaron los gigantes en vilo a la princesita María, la llevaron al mar océano y, sosteniéndola en sus manos, se detuvieron, como de altos postes, en medio mismo de las aguas, sobre la fosa más profunda. La princesita María sacudió su pañuelo y acudieron todos los monstruos y peces del mar.

Monstruos y peces del mar —dijo la princesita—, vosotros nadáis por todas partes y conocéis todas las islas, ¿no sabéis cómo se puede ir no se sabe a dónde y traer no se sabe qué?

No, princesita María, no lo sabemos.

Se puso muy triste la princesita María y ordenó a los gigantes que la llevaran a casa. Los gigantes vola­ron con ella hasta la isba de Andréi y la dejaron en la terracilla.

Muy de mañana, la princesita María se despidió de Andréi, dán­dole, antes de que se pusiera en camino, un ovillo de hilo y una toalla con bordados.

Deja que el ovillo ruede ante ti y síguelo. Doquiera que te lleve, ten cuidado, si te lavas, de no secarte con otra toalla que no sea la que te ­he dado.

Se despidió Andréi de la princesita María, hizo cuatro profundas reverencias, volviéndose hacia los cuatro puntos cardinales, y se dirigió hacia las puertas de la ciudad. Dejó caer el ovillo y, cuando éste empezó a rodar, lo siguió.

Contar se cuenta pronto, pero fueron muchos los días que Andréi tuvo que caminar y muchos los reinos y tierras que cruzó. El ovillo rodaba, yel hilo se iba desenrollando. Se hizo el ovillo pequeño como un huevo de gallina y, por fin, apenas si se distinguía ya en el camino... Llegó Andréi a un bosque y vio una isba sobre patas de gallina.

Isba, isbita, vuelve tu puerta hacia mí y tu parte trasera hacia el bosque.

La isba dio la vuelta, y Andréi vio sentada en un banco a una anciana de pelo blanco que hilaba con una rueca.

¡Fu! ¡Fu! No olía aquí a carne rusa, pero ella misma ha venido aquí. Te asaré en el horno, te comeré y luego montaré a caballo en tus huesos.

¿Será posible —dijo Andréi— que tú, vieja bruja Yagá, te comas a un caminante? El caminante tiene mucho hueso, y su carne es dura. Primero prepárame un baño, lávame, tenme al vapor un poco, y luego podrás hincarme el diente.

La bruja Yagá calentó agua. Andréi se dio un buen baño y, sacando la toalla que le había dado su mujer, se puso a secarse.

La bruja le preguntó:

¿De dónde has sacado esa toalla? ¿ La ha bordado mi hija?

Tu hija es mi mujer, y ella es quien me la ha dado.

¡Ay, querido yerno!, ¿con qué quieres que te agasaje?

En fin, la bruja Yagá puso la mesa y sirvió a Andréi delicados manjares y excelente vino e hidromiel. Andréi se sentó a la mesa sin hacerse de rogar y se puso a comer a dos carrillos. La bruja Yagá se sentó al lado y, mientras él cenaba, le preguntó cómo se había casado con la princesita María y qué tal vivían juntos. Andréi le contó cómo se habían casado y le dijo luego qu+e el zar lo había enviado no se sabía a dónde a traer no se sabía qué.

¿No podrías ayudarme, abuelita?

¡Ay, querido yerno, ni siquiera he oído hablar de ese portento!

La única que sabe de él es una vieja rana que lleva viviendo en el pantano trescientos años... En fin, no te preocupes, acuéstate, que mañana será otro día.

Andréi se acostó, y la bruja tomó dos escobas, voló al pantano y llamó a voces:

¿Abuela rana, estás viva?

Sí.

Sal del pantano.

La vieja rana salió del pantano, y la bruja Yagá le preguntó:

¿Sabes dónde está no se sabe qué?

Sí.

Ten la bondad de decírmelo. A mi yerno le han ordenado que vaya no se sabe a dónde y traiga no se sabe qué.

La rana respondió: — Yo le acompañaría, pero soy muy vieja y no podría saltar hasta allí. Si él me lleva en leche recién ordeñada hasta el Río de Fuego, se lo diré.

La bruja Yagá levantó la rana, voló con ella a casa, llenó de leche recién ordeñada un puchero, metió allí a su acompañante y muy de mañana despertó a Andréi. .

¡Ea, querido yerno, vístete, toma este puchero lleno de leche recién ordeñada, en el que va la rana, monta mi caballo y él te llevará hasta el Río de Fuego!

Andréi se vistió, tomó el puchero y montó el caballo de la bruja Yagá. Pasado algún tiempo, no se sabe si poco o mucho, el caballo lo llevó hasta el Río de Fuego, que no podían cruzar ni las fieras ni

los pájaros.

Andréi echó pie a tierra, y la rana le dijo:

Sácame, galán, del puchero, que debemos cruzar el río.

Andréi sacó del puchero la rana y la dejó en el suelo.

¡Ea, galán, acomódate en mi espalda!

¿Qué dices, abuelita? i Te voy a aplastar, eres muy pequeña!

No temas, no me aplastarás. Acomódate y sujétate con fuerza.

Andréi montó la rana. Esta empezó a inflarse. hasta adquirir el tamaño de una gavilla de heno.

¿Te sujetas bien?

Sí, abuela.

La rana siguió inflándose y pronto era como un almiar.

¿Te sujetas bien?

Sí, abuela.

Siguió la rana inflándose, y al poco era más alta que el bosque. De pronto dio un salto y cruzó el Río de Fuego, dejó a Andréi en la orilla opuesta y recobró su tamaño natural. .

Sigue, galán, ese sendero y verás algo que lo mismo puede ser un palacete, una isba o un cobertizo que no serio. Entra y escóndete detrás del horno. Allí encontrarás no se sabe qué.

Andréi tomó el sendero que le había dicho la rana y vio, tras un seto una vieja isba sin ventanas ni terracilla. Entró y se escondió detrás del horno.

Pasados unos instantes, se oyó en el bosque un estruendo terrible y entró en la isba un hombrecito del tamaño de una uña, con una barba de una vara de largo, que vociferó:

¡Eh, compadre Naúm,quiero comer!

Al instante apareció una mesa puesta, en la que había un barril de cerveza y un toro asado al horno, con un cuchillo clavado en un costado. El hombrecito se sentó frente al toro, sacó el afilado cuchillo, se puso a cortar carne, y, mojándola en una salsa de ajo, la comía, haciéndose lenguas de su buen sabor.

Dejó el hombrecito mondos los huesos del toro, se bebió todo el barril de cerveza y gritó:

¡Eh, compadre Naúm, retira las sobras!

La mesa desapareció al instante, con los huesos y el barril, como si nunca hubiera estado allí... Andréi esperó a que el hombrecito se marchara y, haciéndose el ánimo, gritó:

¡Dame de comer, compadre Naúm!...

La mesa volvió a aparecer, abarrotada de manjares delicados y de excelentes vinos e hidromiel.

Andréi se sentó y dijo:

Compadre Naúm, siéntate, hermano, a mi lado y comamos juntos.

Una voz le respondió:

¡Gracias, buen hombre! Muchos años hace que sirvo aquí sin que me hayan dado ni una cortf>cilla de pan, y tú me invitas a com­partir contigo la comida.

Miró Andréi en torno y quedó asombrado: no se veía a nadie, pero los manjares desaparecían de la mesa como si alguien los barriera, los vinos y el hidromiel se vertían ellos mismos en las copas, y éstas se alzaban y bajaban sin que nadie las tocase.

Andréi dijo:

¡Deja que te vea, compadre Naúm!

No puede verme nadie —respondió la voz—, soy no se sabe qué. — ¿Quieres ser mi criado, compadre Naúm?

¿Por qué no? Veo que eres una buena persona.

En fin, terminaron de comer, y Andréi dijo:

¡Ea, quita la mesa y vente conmigo!

Salió Andréi de la isba y miró hacia atrás.

¿Estás aquí, compadre NaúÍn? —preguntó.

Sí. No temas, no quedaré rezagado —contestó la voz de Naúm. Llegó Andréi al Río de Fuego, donde le estaba esperando la rana.

Dime, galán —preguntó la rana, ¿has encontrado no se sabe qué?

Sí, abuelita.

Monta encima de mí.

Andréi volvió a montar a lomos de la rana, ésta se puso a inflarse, saltó luego el Río de Fuego y dejó a Andréi en la orilla.

El arquero dio las gracias a la rana y emprendió el camino hacia su reino. Con frecuencia volvía la cabeza y preguntaba:

¿Estás aquí, compadre Naúm?

Sí. No temas, no quedaré rezagado.

Caminó Andréi un día y otro, hasta que sus rápidas piernas se cansaron y sus brazos se abatieron.

¡Huy, qué cansado estoy!—exclamó.

El compadre Naúm dejó oír su voz:

¿Por qué no lo dijiste antes? Yo te hubiera llevado en un dos por tres a cualquier sitio.

Levantó a Andréi un torbellino y lo arrastró; abajo desfilaban con rapidez vertiginosa montes y bosques, ciudades y pueblos. Al cruzar el hondo mar, Andréi se atemorizó y dijo:

¿No podríamos descansar un poco, compadre Naúm?

El viento amainó al punto, y Andréi empezó a descender hacia el mar. Vio que donde alborotaban las olas había aparecido un islote con un palacio de techumbre de oro y un bello jardín. El compadre Naúm dijo a Andréi:

Descansa, come, bebe y contempla el mar. Pasarán ante el islote tres mercaderes en sus barcos. Invita a los comerciantes y agasájalos con largueza, pues tienen tres portentos. Cámbiame por ellos y no temas, que yo volveré a ti.

Pasado un tiempo, no se sabe si poco o mucho, aparecieron por Poniente tres barcos. Desde ellos vieron la isla con el palacio techado de oro y el bello jardín.

¿Qué maravilla es ésa?—dijeron los mercaderes—. La de veces que hemos navegado por estas aguas y nunca habíamos visto nada que no fuera el mar azul. Bajemos a tierra.

Los tres barcos echaron anclas, y los tres mercaderes montaron en una frágil barquilla y se dirigieron a la isla. Andréi salió a recibirles y les dijo:

¡Bienvenidos sean ustedes!

Los mercaderes no cabían en sí de asombro: la techumbre del palacio ardía como si fuera una llama, en los árboles cantaban los pajarillos, y por los senderos del jardín jugueteaban fierecillas nunca vistas.

Di, buen hombre, ¿quién ha construido este maravilloso palacio?

inquirieron los mercaderes. .

Lo ha levantado, en una sola noche, mi criado,. el compadre Naúm —respondió Andréi e invitó a los mercaderes a entrar en el palacio.

¡Eh, compadre Naúm —ordenó luego—, pon la mesa!

Por arte de birlibirloque apareció una mesa abarrotada de manjares y vinos para todos los gustos. Los mercaderes, atónitos, dijeron:

Escucha, buen hombre, cédenos a tu criado y toma en cambio una de nuestras maravillas.

Puedo cambiar, pero ¿qué maravillas son esas de que habláis? Uno de los mercaderes sacó del seno una estaca y explicó a Andréi: — En cuanto le digas, “¡Estaca, mídele las costillas a este hombre!”, se pone ella misma a repartir leña y deja molido a cualquier fortachón. Otro mercader sacó de debajo de su chaquetón un hacha, la colocó cabeza arriba y ella misma se puso a trabajar y —tap—tap—tap—hizo un barco y, luego —tap—tap—tap—, otro. Llevaban los barcos velas, cañones y bravos marineros. Los barcos navegaban, los cañones ha­cían fuego, y los bravos marineros preguntaban qué ordenaba su dueño y señor.

Volvió el mercader el hacha cabeza abajo, y al instante desaparecieron los barcos, como si nunca hubieran existido.

El otro mercader sacó del bolsillo un caramillo, lo tocó y al instante apareció un ejército, con caballería e infantería, con fusiles y caño­nes. Las tropas desfilaban, tocaba la música, flameaban las banderas, galopaban los jinetes, y los oficiales preguntaban qué les ordenaba su dueño y señor.

Sopló el mercader en el caramillo por el extremo opuesto y todo desapareció.

Andréi dijo:

Buenas son vuestras maravillas, pero la mía vale más. Si queréis cambiar, dadme por mi criado, el compadre Naúm, las tres maravillas juntas.

¿No será eso mucho?

Como queráis, pero si no me las dais, no haremos el cambio. Los mercaderes se pusieron a pensar y terminaron dicién­dose:

¿Para qué queremos nosotros la estaca, el hacha y la flauta? Cambiaremos, pues con el compadre Naúm estaremos siempre, sin preocupación alguna, bien comidos y bebidos”.

Entregaron los mercaderes a Andréi la estaca, el hacha y la flauta

y gritaron:

¡Eh, compadre Naúm, te llevamos con nosotros! ¿Serás nuestro fiel servidor?

Una voz les respondió:

¿Por qué no? A mí me da lo mismo a quién servir.

Regresaron los mercaderes a sus barcos y se pusieron a beber y comer, gritando a cada instante:

¡Date prisa, compadre Naúm, trae esto, trae aquello!

En fin, se embriagaron y se quedaron dormidos los tres. Mientras, el arquero estaba muy triste en su palacio. “¿Ay, pen­saba, dónde estará ahora mi fiel compadre Naúm?”

Estoy aquí. ¿Qué quieres? —se oyó la voz del compadre. Andréi se alegró mucho y dijo:

Escucha, compadre Naúm, ¿no te parece que ya es hora de que regresemos al terruño, a ver a mi mujercita? Llévame a casa.

El torbellino volvió a levantar a Andréi y lo llevó a su casa.

Los mercaderes se despertaron y quisieron tomar unos tragos de vino para matar la resaca:

¡Eh, compadre Naúm —gritaron—, trae de comer y de beber, date prisa!

Pero por más voces que dieron, todo fue inútil. Miraron en torno y no vieron la isla: donde estuviera, se alborotaba el mar azul.

Se apenaron los mercaderes y dijeron: “¡Ay, nos ha engañado una mala persona!”, pero, como nada podían hacer, izaron velas y se dirigieron hacia la meta de su viaje.

Mientras tanto, el arquero Andréi llegó a su tierra natal, descendió cerca de su casa y vio que de ella no quedaba más que la chimenea.

Abatió Andréi la cabeza y salió de la ciudad en dirección al azul mar, a la orilla desierta. Se sentó, colmado de pena. De pronto llegó volando una tórtola gris, se golpeó contra el suelo y se convirtió en su joven mujer, en la princesita María.

Se abrazaron, se saludaron y se pusieron a contarse su vida el uno al otro.

La princesita María dijo:

Desde que te marchaste de casa, he estado volando, convertida en tórtola gris, por los bosques y las selvas. El zar envió tres veces en busca mía, pero no me encontraron y prendieron fuego a nuestra casita.

Andréi dijo:

Compadre Naúm, ¿no podrías levantar un palacio en este lugar desierto, a orillas del mar azul?

¿Por qué no?—respondió Naúm—. Ahora mismo cumplo tu voluntad.

En un abrir y cerrar de ojos apareció un palacio precioso, mejor que el del zar, y en torno un verde jardín; los pajaritos cantaban posadas en las ramas, y en los senderos jugueteaban fierecillas nunca vistas.

Entraron el arquero Andréi y la princesita en el palacio, se sentaron a la ventana y se pusieron a conversar, mirándose embe­lesados. Vivieron sin penas ni preocupaciones tres días, uno tras otro.

Quiso la suerte que el zar fuera de caza a la orilla del mar azul y viera, donde antes nada había, aquel palacio maravilloso.

¿Quién es el idiota que, sin pedir permiso, ha construido un palacio en mis tierras?

Corrieron los cortesanos a enterarse y luego anunciaron al zar que el palacio aquel lo había construido el arquero Andréi y vivía allí con su joven mujer, la princesita María.

El zar perdió los estribos y envió a saber si Andréi había ido no se sabía a dónde y había traído no se sabía qué.

Regresaron los cortesanos y dijeron al rey:

Andréi ha ido no se sabe a dónde y ha traído no se sabe qué.

El rey se salió de sus casillas y ordenó que sus tropas fueran a la orilla del mar, arrasaran el palacio y dieran cruel muerte a Andréi y a su mujer, la princesita María.

Viendo que avanzaba un fuerte ejército, Andréi empuñó apresura­damente el hacha y la puso cabeza arriba. El hacha se movió rápida —tap—tap—tap—, y en el mar apareció un barco; luego —tap—tap—tap—, apareció otro, y así hasta cien.

Andréi sacó la flauta, sopló y apareció un ejército con caballería e infantería, con cañones y banderas.

Los oficiales galopaban y esperaban órdenes. Andréi ordenó que dieran comienzo a la batalla. Sonaron las cornetas, redoblaron los tambores, y los regimientos se lanzaron al ataque. La infantería arrollaba a los soldados del zar, y la caballería cargaba sobre ellos y los hacía prisioneros. Desde los cien barcos, los cañones disparaban sin cesar sobre la capital del reino.

Vio el zar que sus tropas hufan a la desbandada y quiso detenerlas.

En aquel mismo instante, sacó Andréi la estaca y ordenó:

¡Ea, estaca, mídele las costillas al zar!

La estaca rodó de un extremo a otro del campo de batalla, dio alcance al zar y le golpeó con fuerza en la frente, matándolo.

Terminó con esto la batalla. De la ciudad salieron grandes muche­dumbres para pedir a Andréi que empuñara el timón del reino.

Andréi no se hizo mucho de rogar. Dio un festín para todo el pueblo y junto con la princesita María, reinó en aquellas tierras hasta la vejez.

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