Memnón, o la Sabiduría humana

Memnón concibió cierto día el insensato proyecto de ser perfectamente cuerdo. Pocos son los hombres a los que esa locura no se les haya pasado alguna vez por la cabeza. Memnón se dijo para sus adentros: «Para ser muy cuerdo, y por consiguiente muy feliz, basta con no tener pasiones; y, como todo el mundo sabe, no hay nada más fácil. Primero, no amaré nunca a ninguna mujer; porque cuando vea una belleza perfecta me diré a mí mismo: “Esas mejillas se arrugarán un día; esos hermosos ojos terminarán por estar bordeados de rojo; ese pecho redondo se volverá plano y colgante; esa hermosa cabeza terminará calva”. Basta con que la vea ahora con los mismos ojos con que la veré entonces; y a buen seguro esa cabeza no me hará perder la mía.
»En segundo lugar, seré siempre sobrio. Por más que me vea tentado por la buena mesa, por vinos deliciosos y por la seducción de los amigos, me bastará con imaginar las secuelas de los excesos: una cabeza pesada, un estómago empachado y la pérdida de la razón, de la salud y del tiempo; por eso, sólo comeré lo necesario; mi salud siempre será la misma, y mis ideas siempre serán puras y luminosas. Todo esto es tan fácil que no hay ningún mérito en conseguirlo.
»Luego, se decía Memnón, debo pensar algo en mi fortuna. Mis deseos son moderados; mi hacienda está segura en manos del recaudador general de finanzas de Nínive; tengo de sobra para vivir independiente, que es el mayor de los bienes. Nunca me veré en la cruel
necesidad de cortejar a nadie: no envidiaré a nadie y nadie me envidiará, cosa que también es muy fácil. Tengo amigos, proseguía, y los conservaré, puesto que no tendrán nada que disputarme. Nunca me enfadaré con ellos ni ellos conmigo. Tampoco es difícil esto».
Una vez hecho así su pequeño plan de sensatez en su cuarto, Memnón se asomó a la ventana. Vio a dos mujeres que paseaban bajo unos plátanos junto a su casa. Una era vieja y parecía no pensar en nada. La otra era joven, guapa, y parecía muy pensativa. Suspiraba y
lloraba, y eso no hacía sino aumentar sus gracias. Nuestro sabio quedó conmovido, no por la belleza de la mujer (estaba completamente seguro de no sentir semejante flaqueza), sino por la aflicción en que la veía. Bajó a la calle, abordó a la joven ninivita con la intención de consolarla con prudencia. Aquella hermosa joven le contó con el aire más ingenuo y más conmovedor todo el mal que le causaba un tío que no tenía; las argucias con que este hombre le había quitado una hacienda que nunca había poseído, y cuánto debía temer de su violencia. «Me parecéis un hombre de tan buen consejo, le dijo ella, que si tuvierais la amabilidad
de venir a mi casa y examinar mis asuntos, seguro que me sacaríais del cruel aprieto en que me veo». Memnón no dudó en seguirla para examinar sus asuntos con la mayor sensatez y darle un buen consejo.
La afligida dama lo llevó a un aposento perfumado y le hizo sentarse amablemente con ella en un amplio sofá, en el que ambos estaban frente a frente con las piernas cruzadas. La dama habló bajando unos ojos de los que a veces escapaban lágrimas y que, al levantarse, siempre encontraban las miradas del sensato Memnón. Sus palabras estaban llenas de una ternura que crecía cada
vez que se miraban. Memnón se tomaba muy en serio sus asuntos, y a cada instante sentía aumentar el deseo de ayudar a una persona tan honesta y desdichada. En el calor de la conversación, sin darse cuenta dejaron de estar el uno frente al otro. Sus piernas dejaron de estar cruzadas. Memnón la aconsejó tan de cerca y le dio opiniones tan tiernas que ninguno de los dos podía hablar de asuntos, y ya no sabían dónde estaban.
Cuando así se encontraban llega el tío, como es fácil suponer; venía armado de los pies a la cabeza, y lo primero que dijo fue que iba a matar, como es lógico, al sensato Memnón y a su sobrina; y lo último que soltó fue que podía perdonar a cambio de mucho dinero. Memnón se vio obligado a dar cuanto llevaba. En esos tiempos, uno podía sentirse afortunado de salir con bien por tan
poco; aún no se había descubierto América, y las damas afligidas no eran tan peligrosas como hoy lo son.
Avergonzado y desesperado, Memnón volvió a casa, donde encontró una nota invitándolo a cenar en compañía de algunos amigos íntimos. «Si me quedo solo en casa, dijo, tendré la mente preocupada con mi triste aventura, no comeré y caeré enfermo. Más vale hacer
una comida frugal con mis amigos íntimos. En la dulzura de su compañía olvidaré la tontería que he hecho esta mañana». Fue a la cita: lo encuentran algo apesadumbrado, y para disipar la tristeza le hacen beber. Un poco de vino tomado con moderación es un remedio para el alma y para el cuerpo. Así piensa el sabio Memnón; y se emborracha. Al acabar la cena le proponen jugar. Un juego tranquilo con amigos es un pasatiempo honesto. Juega: le ganan todo lo que lleva en la bolsa, y cuatro veces más fiados en su palabra. Sobre el juego surge una disputa, se acaloran, y uno de sus amigos le tira a la cabeza un cubilete y le revienta un
ojo. Devuelven a su casa al sensato Memnón borracho, sin dinero y con un ojo de menos.
Duerme un poco la borrachera y, en cuanto tiene la cabeza algo más despejada, envía a su criado a buscar dinero a casa del recaudador general de finanzas de Nínive, para pagar a sus íntimos amigos: le dicen que su acreedor ha hecho esa misma mañana una quiebra fraudulenta que alarma a cien familias. Angustiado, Memnón va a la corte con un emplasto en un ojo y un memorial en la mano para pedir justicia al rey contra el recaudador. En un salón encuentra a varias damas que guiaban tranquilamente aros de veinticuatro pies de circunferencia. Una de ellas, que lo conocía algo, dijo mirándole de reojo: «¡Ay, qué horror!». Otra que lo
conocía más le dijo: «Buenas noches, señor Memnón, no sabéis cuánto me alegro de veros; a propósito, señor Memnón, ¿por qué habéis perdido un ojo?». Y siguió adelante sin esperar su respuesta. Memnón se ocultó en un rincón y aguardó el momento de poder postrarse a los pies del monarca. Ese momento llegó. Besó tres veces la tierra y presentó su memorial. Su Graciosa Majestad lo aceptó muy amablemente y entregó el memorial a uno de sus sátrapas para que le informase. El sátrapa se llevó aparte a Memnón y le dijo con aire altivo y en tono burlón: «Me parecéis un tuerto muy gracioso. ¿Cómo habéis osado dirigiros al rey y no a mí? Y más gracioso
sois todavía osando pedir justicia contra una honrada persona que ha quebrado, a la que honro con mi protección y que es sobrino de una camarera de mi querida. Abandonad este asunto, amigo mío, si queréis conservar el ojo que os queda».
De esta suerte, Memnón, tras haber renunciado por la mañana a las mujeres, a los excesos de mesa, al juego, a cualquier disputa y, sobre todo, a la corte, antes de llegar la noche había sido engañado y robado por una bella dama, se había emborrachado, había jugado y tenido una pelea, se había hecho saltar un ojo, y había estado en la corte donde se habían reído de él.
Petrificado de asombro y afligido de dolor, regresa a casa con la muerte en el alma. Quiere entrar en ella, pero encuentra a unos alguaciles que se llevaban los muebles en nombre de sus acreedores. Casi desvanecido, se queda bajo un plátano; allí ve a la hermosa joven de la mañana, que paseaba con su querido tío y que soltó una carcajada al ver a Memnón con su emplasto. Llegó la
noche, y Memnón se acostó sobre un montón de paja junto a los muros de su casa. Lo acometió la fiebre y en pleno acceso se durmió, y un espíritu celestial se le apareció en sueños.
Estaba todo resplandeciente de luz. Tenía seis hermosas alas, pero le faltaban los pies, la cabeza y la cola, y no se parecía a nada. «¿Quién eres?, le dijo Memnón. — Tu genio bueno, le respondió el otro. — Devuélveme mi ojo, mi salud, mi hacienda y mi
cordura», le dijo Memnón. Luego le contó cómo había perdido todo aquello en un solo día. «Esas desventuras nunca nos ocurren en el mundo que nosotros habitamos, dijo el espíritu. — ¿Y qué mundo habitáis vosotros?, dijo el hombre afligido. — Mi patria, respondió, está a quinientos millones de leguas del sol, en una estrellita cercana a Sirio que puedes ver desde aquí. — ¡Hermoso país!, dijo Memnón. ¡Cómo! ¿No tenéis sinvergüenzas que engañen a un pobre hombre, ni amigos íntimos que le ganen su dinero y le revienten un ojo, ni recaudadores que quiebren, ni sátrapas que se burlen de vosotros negándoos justicia? — No, dijo el habitante de la estrella, no tenemos nada de eso. Nunca nos engañan las mujeres, porque no las tenemos; no cometemos excesos en la mesa, porque no comemos; no tenemos quien haga quiebras fraudulentas porque entre nosotros no hay ni oro ni plata; no pueden sacarnos los ojos porque no tenemos cuerpo a la manera de los vuestros; y los sátrapas nunca nos hacen injusticias porque en nuestra pequeña estrella todo el mundo es igual».
Memnón le dijo entonces: «Monseñor, sin mujer y sin comer, ¿en qué pasáis el tiempo? — En velar por los otros globos que nos han sido confiados, dijo el genio; y vengo para consolarte. — ¡Ay!, prosiguió Memnón, ¿por qué no vinisteis la noche pasada para impedirme cometer tantas locuras? — Estaba junto a Assán, tu hermano mayor, dijo el ser celeste. Es más digno de lástima que tú. Su Graciosa Majestad el rey de las Indias, en cuya corte tiene el honor de estar, ha mandado sacarle los dos ojos por una pequeña indiscreción, y ahora se encuentra en una mazmorra, con grillos en pies y manos. — ¿De qué nos sirve tener un genio bueno en la
familia, dijo Memnón, si de dos hermanos uno es tuerto y el otro ciego, si el uno duerme sobre un montón de paja y el otro en la cárcel? — Tu suerte cambiará, prosiguió el animal de la estrella. Cierto que te quedas tuerto para siempre; pero, dejando eso a un lado, serás suficientemente feliz siempre que no hagas nunca el necio proyecto de ser perfectamente cuerdo. — Entonces, ¿es algo imposible de conseguir?, exclamó Memnón lanzando un suspiro. — Tan imposible, le replicó el otro, como ser perfectamente hábil,
perfectamente fuerte, perfectamente poderoso, perfectamente feliz. Hasta nosotros mismos estamos lejos de conseguirlo. Hay un globo donde todo eso es posible, pero en los cien mil millones de mundos dispersos en la extensión del espacio, todo rueda de forma gradual. Hay menos cordura y placer en el segundo que en el primero, menos en el tercero que en el segundo, y así sucesivamente hasta el último, donde todo el mundo está completamente loco. — Mucho me temo, dijo Memnón, que sea precisamente nuestro pequeño
globo terráqueo el manicomio de ese universo del que me hacéis el honor de hablarme. — No del todo, dijo el espíritu, pero anda cerca; es preciso que todo esté en su sitio. — Entonces, dijo Memnón, ciertos poetas y ciertos filósofos ¿se equivocan mucho cuando dicen que “todo está bien”? — Tienen mucha razón, dijo el filósofo de lo alto, si consideramos la disposición del universo en su
conjunto. — ¡Ay!, sólo creeré lo que decís, replicó el pobre Memnón, cuando deje de ser tuerto».

Voltaire

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