El Tunchi

Una radiosa luna llena alumbraba los negros dominios de la noche. Intenso olor a flores de guabos desparramaba un suave vientecillo por todas partes; era, pues, la época en que todos estos árboles frutales habían florecido en el bosque.

El rumor del río cercano llenaba el ambiente.

El trabajo de molienda de caña en el día había sido muy rudo; por eso, los peones, en el espacio libre y arenoso que se abría frente al trapiche, después de haberse bañado al atardecer en el río, descansaban echados en esteras de palma, conversando en voz alta sobre las mil incidencias de su vida de trabajadores.

Yo era aún niño; estaba recostado en la falda de mi madre, que se encontraba sentada en el corredor, junto a uno de los horcones de la casa de trapiche. Mis ojos hallaban sumo deleite en los fantásticos paisajes diseñados por la luz lunar en la inmensa fronda del bosque y en nuestro alrededor.

Las pailas de caldo o caña arrojaban densos vapores desde los fogones encendidos, rojos, llameantes... Estaba cocinándose el caldo de caña para hacer chancaca... Unos cuantos peones estaban encargados de cuidar las pailas hasta buena hora, sacar la espesa cachaza con las espumaderas, e ir poniendo la ceba...

Sus caras brillaban con reflejos diabólicos ante las llamas de los fogones.

La calma de la noche era turbada por el vientecillo juguetón que pasaba haciendo ruido en los ramajes de los árboles, en el cañaveral, y desparramando aromas de las flores de guabo, así como por el bronco rumor del río cercano y el canto lejano de una que otra ave nocturna.

De pronto, los peones callaron.

—¿Oyen?... —preguntó taita Juandela, medio levantándose, arrimándose de codos sobre la estera.

Los otros, en voz baja, contestaron afirmativamente, y trataron de oír más, en igual postura que taita Juandela.

—El Tunchi... Taita Diosito... Alguien va morir...

—Quén sabe uno de nosotros así, hom...

—Capaz, hom... Capaz uno de nosotros estamos hediendo a muerto, ya, hom...

—¿Oyen...? —volvió a decir otro de ellos—. Más cerca está silbando ya... No sé qué s’ase mi cuerpo, hom... S’estremez...

—Por orilla río es... Cerquita, hom...

—Alguen sabrá augado así, hom... Y su alma baja llorando por las aguas...

—Bah, ya s’sisu chunlla, hom... Nos ha sentío segur...

—Ha callao en el puerto... Segur va pasar puaquí... Vamos ahuaitarló...

—A ver, callen pue —ordenó taita Juandela.

Yo temblaba de miedo en el regazo de mi madre; de miedo horroroso. Y mi madre, como tratando de calmarse, me abrazaba fuertemente.

—Ya ven, ya ven... Pasó y —dijo, de un rato, aquel que había afirmado que así lo haría el Tunchi —y está silbando ya por lao de la cuesta, camino del pueblo...

Más oigannn...

—Verdadmente, hom...

—Habrá pasao por el bosque...

—Capaz por nuestro ladito, hom, viendonós... Puesto es alma, hom, puede pasar por nuestro lao, sin que la veamos nosotros...

—¿Ha oído usté, doña Silvia? —preguntó, de repente, taita Juandela a mi madre.

—Sí, taita Juandela... Pero ya estará lejos —contestó mi madre, como tratando siempre de calmar mi inquietud.

—Alguien va morir estos días, doña Silvia... Quén sabe algún de nosotros, así... M’acordará usté —sentenció taita Juandela, como que se puso a seguir conversando con los otros.

Yo y mi madre preferimos quedarnos a oír la fantástica charla de los peones, que ir a dormir en el cuarto contiguo al trapiche, por el miedo que nos dominaba en ese momento.

—Una noche —decía taita Juandela— yo mansionaba solito en la hacienda de taita Alfredo; m’abía quedao solito a cuidar los animales... La noche era clara com’aura, con luna, bella com’aura... Yo estaba remendando mi pantalón en el terrao de la choza junto a la luz de mi “churo” de aceite, cuando oigo que los perros aullan en el pasto, tan triste, tan triste, como si lloraran... Los ganados, caballos, vacas y chanchos, venían corriendo, asustados y soplando las trompas, como a buscar amparo, a los corredores de la casa... Las gallinas, que dormían en los “remes” frondosos de junto al cerco de la huerta de plátanos, gritaban de modo extraño y aleteaban espantadas... Los perros seguían aúlla y aúlla; corrían gimiendo a la casa, luego regresaban al pasto aullando; en ese ir y venir estaban, como si alguien les espantara... Yo inmediatamente pensé que era el tunchi... Felizmente ya no tengo miedo; aprendido ya no tener miedo, hom... Desde el borde del terrao miraba el pasto, cuando veo un bulto que caminaba río arriba, por lao de las grandes piedras blancas de la orilla, alzando las manos, como s’iría pidiendo perdón, y llorando amargamente... Clarito l’oí llorar, hom... ¡Taititu!... Mi cuerpo se volvió grueso y pesado por un momento; tenido miedo, pué, un momentito... ¿Y quén nó, cuando oye llorar al tunchi?... El bulto se perdió por arriba del río, siempre llorando y alzando las manos con desesperación... Los perros no se atrevieron a seguirle, se quedaron aullando en el pasto y en esa dirección... Seguramente era un alma en pena.

Después cobijó profundo silencio a la hacienda... Yo visto, pué, cada rato el tunchi; l’oido silbar, llorar a cada rato... Tantísimos años ya, pues, que yo llevo andando por estos bosques del Señor; en tantos años se ve muchas cosas, hom...

Hasta al jodío errante, hom... —así concluyó su pequeño relato taita Juandela.

—Yo vuelía oido silbar y llorar al tunchi, pero nunca l’e visto, hom —exclamó uno de los peones más jóvenes—. En mi algodonal casi todas las noches l’oigo llorar por el camino... Triste llora, hom... Tristée...

—Cuando augado don Lluni, mi vecino, tarde la noche, en mi calle, oído llorar su alma —exclamó otro—. Así como también en la huerta de mi casa... Y una vez, también, a las doce del día, hará unos dos años, cuando estaba cogiendo granadillas en un bosque de junto a mi platanal, de repente oigo tres hachazos seguidos en mi ladito; tres hachazos sobre un “selico” que se alzaba allí no más, a dos pasos, más o menos de mí; las ramas del árbol se sacudían con los golpes...

Miré bien; no había nadie... ¡Taita Dios!... Corrí de miedo a mi chacra, sin juntar las granadillas que tumbé al suelo... ¡Era la sombra!

—El mediodía es pesao, pue —habló taita Juandela—. Esa hora anda sombra... desde las doce hasta manecer siguiente día, en que todos los espíritus desparecen, con las últimas sombras de la noche, ante la blanca luz del alba...

—A vez, cuando úno está yendo por el camino, en algún sitio, ¡jua!, s’estremez nuestro cuerpo, sin necesidá, hom...

—Es que la sombra está andando allí cerca, no má, hom... No sól en los caminos, sino también en las calles de los pueblos, en todas partes, hom...

—Una vez estaba yendo —cuenta otro— por un camino silencioso, montao en mi caballo, cuando junto a un espeso bosquecillo de “ocueras”, este dio un tremendo salto, soplando la trompa, asustado, tumbándose de barriga en el lodo.

¿Por qué s’isu así el caballo? Observo el bosquecillo y descubro dentro dél un abultamiento de tierra en forma de tumba. Y verdadmente era una tumba; seguramente allí ha’ian enterrado a algún infeliz que murió sin familia, en una de esas chacras cercanas... A algún peón “shishaco” seguramente que le atacó la terciana...

El caballo s’asustó por eso...

—Los animales huelen, pué, al muerto —afirmó taita Juandela—. De lejus nomasiá huelen, hom... Por eso, perros también aullan en las noches, ladran, como queriendo agarrar alguen...

—Donde s’oye llorar más al tunchi es en los ríos, hom... Todas las noches s’oye que llaman, como que piden auxilio, después como que lloran...

—Son las almas de los que s’augan, pué, hom...

—Pueblo también todas las noches s’oye silbar al tunchi en las huertas, en las calles, en los barrancos... Se le ve en las calles... Así una noche regresaba diún baile, cuando veo un hombre que viene y, cuando nos íbamos a encontrar, despareció com’humo... Mi cuerpo s’isu grueso, hom... Pegué la carrera a mi casa...

—En el pueblo hay calles pesadas, sitios, donde no sól el tunchi asusta, sino también el demonio. Así como en los caminos del bosque...

—Entra a las casas también el tunchi... Una noche, cuando estábamos ya acostados en mi casa por dormir ya, oímos que s’abre la puerta, luego que entra alguen y que suspira largo, largo, como si estuviese cansao... También se l’oye que toma agua del cántaro... hace sonar pocillo igualititu, hom!

Sí, pué, s’oye que s’abre la puerta, sin que en verdá s’abra, hom.

—Alma, pué, hom... Alma, pué...

—Cuando entra a la casa hay un remedio para hacerle correr —interviene taita Juandela—. Todos ustedes deben saber... Con un calzoncillo, primero, luego con un fustán, se azota en el aire, en las paredes del dormitorio, de la sala, huyendo inmediatamente el alma; si el alma es de mujer huye con los azotes del calzoncillo, y si es de hombre, con los fustanazos... Con el fustán y el calzoncillo s’ase correr al tunchi; por eso siempre hay que tenerlos listos junto a nuestra cama...

—As’es, pué, taita Juandela...

—As’es...

—¿Ustedes han visto el Ayapullitu? —preguntó, de pronto, uno de los peones.

—Yo, a pesar viejo, yo no visto nunca —habló taita Juandela—. Oído llorar, no má, en las huertas igualitu pullitu con frío llora el condenao... “Piú, piú” dice, en medio de las sombras de la noche; es porque aistá andando el tunchi... Cuando canta ayapullitu en la huerta segur muere alguen de la casa...

—Mama Cata dís agarrao una vez... Estaba cantando dentro su casa; buscándolo harto l’encontró dís bajo unas ollas...

—Su cabez dís pelao como calaver, su pluma negre como mortaja —interrumpe uno de ellos.

—Sí dís, pué —contesta el que estuvo relatando—. Después mama Cata le dejó dentro de una olla de barro, amarrando bien la boca desta con un trapo para verlo mejor de día... Al manecer se fue a ver; desató el trapo de la boca del cántaro... Y n’encontró nada; había desaparecido el ayapullitu...

—Pullitu del muerto, pué...

—Vive dís panteón... Sol sale de noche dís con los tunchis...

—As’es, pué —exclama taita Juandela—. Y no se puede agarrar ni ver al ayapullitu; se l’oye llorar, no más, pué, como pullitu con frío en los árboles de las huertas... Mienten que mama Cata l’aya encontrao; tal vez alguen l’aya visto, d’allí dicen que su cabez es como calaver, pelao, y su pluma negra como mortaja...

Lo qu’es yo no visto nunca... Bueno, ¿y ustedes han visto a la Lamparilla? —de repente preguntó taita Juandela.

—Yo no visto hast’aura...

—Yo de lejus visto brillar en la pampa una noche...

—Yo no quisiera ver... ¡Santo Dios! Horrible dís es, hom...

—Bueno —prosigue, taita Juandela—. Yo sí l’e visto... Llovía un poco esa noche; el pueblo estaba sumido en projundo silencio... Yo me levanté a meter a la casa un cuero de vaca que s’estaba mojando en el patio, y que m’olvidé de meter en el día, cuando veo una luz azul, azul, que se mueve, a cierta altura del suelo, en la pampa, detrás del cerco, y que luego va con dirección a la calle... Me agaché debajo el cerco... ¡Taita Diosito!... Veo un esqueleto que llevaba en el pecho, en el mismo sitio del corazón, una llama azul, azul, que a lejus parecía una lámpara...

Un esqueleto, ¡Dios mío!... ¡Un esqueleto!... Bajo la lluviecita y por esa calle, en aquella noche silenciosa, se perdió la lamparilla...

¡Taita Dios!... ¡La lamparilla sí da miedo!... Un esqueleto, pué, que anda corriendo y con una luz en su pechóo... ¡Taititu!

Después de este último fantástico relato de taita Juandela se levantaron los peones, quienes tenían que reemplazar en la tarea de hacer la chancaca a los otros, que desde temprano estaban cuidando las pailas. Yo y mi madre nos dirigimos a dormir en el cuarto contiguo al trapiche; yo temblaba como un azogado.

***

—Ya ven —hablaba taita Juandela, por la mañanita—. Ya ven... El alma de taita Benja pasó silbando anoche por aquí... Ayer, por la tarde, ha muerto en su chacra el pobre... Aistá su cadáver en el puerto...

—Su alma ha venío adelante... Pobre taita Benja —exclama otro.

En verdad, en el puertecillo del río cercano, se balanceaba una balsa amarrada a un árbol de la orilla; allí, envuelto en una blanca cobija de algodón, estaba el cadáver de taita Benja. El pobre hombre, atacado de una fiebre maligna, había muerto en su chacra... Toda la noche sus familiares bajaron su cadáver en la balsa a lo largo del río; le traían para enterrarlo en el cementerio del pueblo.

Todos los peones estaban convencidos que aquello que oyeron silbar en la noche era el alma de taita Benja... En el ambiente del trapiche flotaba, como es natural, una honda emoción de miedo y de misterio...

 

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