Cachorro de Tigre

I

Me lo trajeron una mañana. Su aspecto inspiraba lástima. Por su estatura aparentaba doce años, pero por su vivacidad y por la chispa de malicia con que miraba todo y su manera de disimular cuando se veía sorprendido en sus observaciones, bien podría atribuírsele quince

Y no sólo era una especie de enigma por la edad, sino también por lo que pudiera hacer o pensar. Mánam, mánam, era la respuesta que daba a todo. No sabía nada ni nada entendía, pero con los ojos parecía decir lo contrario. Y como tampoco supo decirnos su nombre en los primeros días, o no quiso decirlo, y era necesario llamarlo por alguno, resolví rebautizar a tan pequeña persona con el de Ishaco, así en quechua, ya para que lo entendiera bien y le sonara agradablemente a sus oídos de chaulán cerril, ya para que obedeciera mejor cuanto se le iba a ordenar en lo sucesivo.

Verdad que su apellido lo supe desde el primer momento, pero me parecía impropio llamarle por él no sólo por lo inusitado, sino para evitarme el compromiso de satisfacer a cada instante la curiosidad pública sobre su procedencia.

Y no se crea que el apellido significase una rareza, una extravagancia o un equívoco, cosa tan corriente entre los indios. El apellido no podía ser más español: Magariño. Pero es que pesaba sobre él una celebridad tan triste...

¡Magariño! Así se había llamado, hasta poco antes de la llegada del muchacho, una especie de Rey del Monte andino, que durante diez años había vivido asolando pueblos, raptando y violando mujeres, asesinando hombres y arreando centenares de cabezas de ganado de toda especie al reino misterioso de sus estancias, hasta que la bala de uno de sus tenientes le puso término a sus terribles correrías.

Además, el mismo chico, por no sé qué razones, había contribuido a este silencio, a esta extinción del apellido paternal. Así se le hubiera llamado por él cien veces, el indiecillo no habría contestado jamás. Donde cualquier otro muchacho hubiese acabado por ceder, él supo mantenerse inalterable, impasible, sereno, inquebrantable... Así logró imponerles a todos su nuevo nombre de Ishaco y pocos días después nadie volvió a llamarle por Magariño.

Pronto se hizo Ishaco necesario para todo: para los recados, para las compras, para la cocina, para la mesa, para mis hijos, hasta para el Juzgado, cuyo aseo y arreglo aprendió en un santiamén, con lo que probó que el cerebro de un chaulán no es tan refractario a la idea de orden como parece. Y se hizo el necesario, no por ser el único, sino porque, viéndole todos su voluntad, su paciencia, su acomodamiento, su prontitud para hacer las cosas, todos acabaron por descargar en él gran parte de sus obligaciones, cosa, desde otro punto de vista, muy propia de la humana naturaleza. Ishaco quedó, pues, convertido en la piedra angular de mi servidumbre, y también en cabeza de turco cuando alguien necesitaba aliviarse de una disculpa. Todo lo bueno lo hacían los demás; todo lo mal, Ishaco.

Y con qué facilidad se fue enterando de todo. Antes del mes llamaba todas las cosas por sus nombres. Cuando vio la máquina de coser quedóse largo tiempo mirándola y dando vueltas en torno de ella; y cuando la vio funcionar, empezó a reír nerviosamente y a zapatear, como si estuviese bailando cashua. Y rió tanto que todos acabaron por reír también.

—¿Te ha gustado la máquina? Es para coser vestidos. Aquí se te va a coser camisas, sacos, pantalones,. Verás que buenmozo vas a quedar con el vestido que te van a coser.

—¿Y máquina cose gente también? —preguntó con cierta curiosidad no exenta de malicia.

No, hombre; a la gente no se la cose.

Ishaco volvió a reír más fuerte; pero ya no con risa ingenua, sino con risa que parecía responder a un extraño pensamiento, pues al retirarse murmuró:

—¡Qué bueno coser Valerio!

II

La persona que me trajo a Ishaco, un sargento de gendarmes, me dijo:

—Ya que no he podido traerle, señor, las pieles de zorro que le prometí, pues la batida no nos ha dejado tiempo para nada, le traigo, en cambio, uno vivo.

Y mostrándome al indiecito, añadió:

—Ahí donde usted lo ve, señor, tiene su geniecito, pues es nada menos que hijo del famoso Magariño.

—¿De Adeodato?

—Del mismo, señor, según nos dijeron en Chaulán cuando nos vieron entrar con él al pueblo.

—¿Y por qué me lo traes a mí?

—Porque me lo ha mandado el Mayor.

—No me parece bien; han debido entregárselo a cualquiera de sus parientes. ¿Que no tiene hermanos, tíos, abuelos...?

—Si nadie nos ha querido decir, señor, en Chaulán, quiénes son sus parientes, ni recibirlo tampoco. El gobernador decía que podíamos dejárselo al alcalde, y el alcalde, que al gobernador. Con decirle a usted que el señor cura, al saber quién era el muchacho, lo santiguó y se negó también a recibirlo. Todos temían comprometerse.

—¿Comprometerse por tan poca cosa?

—Es que usted no sabe las costumbres de esas gentes, señor. Cuando corre sangre entre dos familias, como ahora entre los Valerios y los Magariños, el que protege a uno de ellos se trae el enojo de los otros. Esas gentes odian como demonios, señor.

—¿Y el juez de paz? ¿Qué hizo el juez de paz?

—El juez de paz también hizo el quite, señor. ¿Sabe usted lo que dijo? “Hijo de bandolero no sirve. Si los Valerios saben que está aquí un hijo de Magariño vendrán por él, lo retacearán y me quemarán la casa; y si lo saben los Magariños, dirán que le he secuestrado al pariente y vendrán también a pedirme cuentas. Llévatelo, taita; no sirve”. Y el mayor cargó con él.

Y puesto yo en la disyuntiva de rechazar la criatura por una simple cuestión de forma, para que fuera a parar quién sabe en qué manos, o dar en algunos de los cuarteles, donde correría el riesgo de pervertirle, o de aceptarlo y mantenerlo en mi poder hasta que fuera reclamado por alguno de sus deudos, opté por lo último, y el vástago de uno de los bandoleros más famosos de estos desventurados campos andinos, entró a ser un miembro más de mi familia.

III

El chico comenzó a medrar prodigiosamente. Parecía crecer por centímetros. Aquella faz terrosa y resquebrajada por las inclemencias de las alturas con que llegó a mi casa, fue adquiriendo paulatinamente la tersura y el brillo de un rostro juvenil. La ablución cotidiana, el cabello cortado al rape, la manera de vestir y calzar, el trato y estimación que se le diera desde el primer momento, contribuyó a darle aire decencia y visible expresión de simpatía. De todo lo que pareció enterarse al principio perfectamente el indio, así como del valer personal a tan poca cosa adquirida.

Se paraba delante del espejo un largo rato y después de mirarse por sus cuatro costados, acababa por sacarle la lengua o mostrarle el puño a la imagen que tenía delante. Y era de verle en sus ratos de repentina expansión, allá en el interior del hogar, frente a la servidumbre, derrochando imitación y comicidad, hasta hacer desternillar de risa al auditorio.

—¿Cómo anda patrón Francisco? ¿No sabe cómo anda patrón Francisco? Patrón anda así... ¿Y señorita?... Señorita ríe así, como así... Y cuando patrón está despacho y preso delante, va para allá, viene para acá, da vueltas como cabro encerrado, se baja gorra, junta cejas así y después grita: “Estás mintiendo; te conozco ojos, ¡zamarro!”.

Y cambiando de tema, con volubilidad desconcertante, comenzaba a explotar el de los motes, acabando por enojar a todos.

—Tú —dirigiéndose a la cocinera— pareces sachavaca; tú —al mayordomo, que es un negro mozo y poco amigo de las bromas—, añás. ¡Fó Añás...

A lo que el negro, que desde la llegada del indio miraba a este con cierta ojeriza, echábasele encima con las más aviesas intenciones, que Ishaco sabía burlar con un simple salto de tigre y una rápida fuga.

Y de estas cómicas expansiones Ishaco venía a parar al libro de lectura, que abría por cualquier página, y comenzaba a deletrear antojadizamente, con seriedad de colegial contraído. Y no lo hacía mal a la hora de dar la lección. Su memoria era tanta, que le bastaba uno o dos repasos para repetir de una tirada hasta media página. Su memoria visual, plástica, sobre todo, era prodigiosa. En un momento aprendió a ver la hora en el reloj, a distinguir los periódicos ilustrados de los que no lo eran y a saber sus nombres, a conocer el valor de las estampillas y lo que era una factura y una carta.

Al lado de estas manifestaciones de inteligencia vivaz había otras de una animalidad extraña, que habían confundido al sicólogo y a las que posiblemente ningún poder hubiese podido corregir o atenuar. Se cazaba los piojos y se los comía deleitosamente, después de verlos andar sobre la uña; se hurtaba los pedazos de carne cruda y sangrienta y los engullía con la rapidez y voracidad de un martín-pescador; recogía en cualquier cazo la sangre de los animales degollados y, humeante aún, se la bebía a tragantadas, celebrando después en risotadas bestiales, el cloqueo que aquella hiciera al pasarle por la garganta; hacía provisiones de cebo y de piltrafas recogidas en la cocina, ocultándolas en cualquier escondrijo, para sacarlas más tarde en plena descomposición y devorarlas a solas y tranquilamente. Era a ratos perdidos un insectívoro y un antropófago.

Por la carne era capaz de todo, y aún cuando a la hora de comer no tenía preferencias por ninguna, roja o blanca, cruda o cocida, podrida o fresca, tierna o dura, los trozos crudos y sanguinolentos, acabados de traer del mercado, causábanle como una especie de sádico enternecimiento. Para él habría sido un placer revolcarse, a la manera del gato cuando olfatea algo que excita su sensibilidad, sobre un colchón de carne roja y palpitante. Diríase que la vista y el olor de la carne cruda despertaban en él quién sabe qué rabiosos gustos ancestrales, pues su boca de batracio se distendía en una sonrisa bestial, hasta mostrar el clavijero purpúreo de las encías, y los ojos saltones, le brillaban con el innoble brillo de la codicia.

Fue esta pasión la que una vez llevó al indio a pasear en triunfo, sobre una improvisada pica, el corazón de un toro, sorteando las persecuciones de la cocinera y canturreando un aire indígena.

—¡Trae acá, bandido! Voy a decirle al señor para que te quite la maña de jugar con las cosas de mi cocina.

—¡Silencio, sacha-vaca! No molestes, que estoy muy alegre. Déjame pasear corazoncito. Así voy pasear corazón Valerio y comérmelo después. .

IV

Había reparado yo que cuando Ishaco no respondía inmediatamente a mis llamadas, al presentarse revelaba azoramiento y sin esperar a que se le interrogase por la demora comenzaba a disculparse más o menos tontamente.

—Estoy barriendo despacho, taita —díjome en cierta ocasión.

—¿Y esta mañana no lo barriste?

—Sacudí no más mesa, taita.

Esta manera de responder se me hizo sospechosa y resolví espiarlo. El chico era demasiado curioso y su curiosidad podía llevarle lejos. Además, en el despacho había cosas que podían tentarle. Ya se le había sorprendido encaramado en la consola haciendo girar la manecilla del reloj y tecleando también en la máquina de escribir. La ocasión no tardó en llegar.

Hallábame en una habitación contigua al despacho, entregado al estudio de un expediente, cuando comencé a percibir una serie de golpecillos secos, crepitantes, que me indicaron que alguien andaba en el despacho. Me levanté presuroso y atisbé. Era Ishaco, que se entretenía en restallar una carabina, apuntándole a un blanco imaginario. Su manera de manejar el arma me dejó asombrado. Con admirable precisión llevaba y traía el manubrio, simulando el acto de cargar y descargar, y se encaraba el arma y hacía funcionar el disparador en los dos tiempos reglamentarios.

La carabina, casi tan grande como el muchacho, que en manos tales hubiera podido tomarse por un pasatiempo, manejada en esa forma sugería la idea del peligro. Aquello dejaba de ser una simple distracción para convertirse en un ensayo amenazador y siniestro. Lo había observado muy bien. El semblante de Ishaco no revelaba la satisfacción de una curiosidad infantil, sino la expresión de un pensamiento torcido y precoz. Descubríase en él cierta gravedad que inspiraba respeto. ¿Qué ideas terribles bullirían en ese momento en aquel cerebro quechua? ¿Qué odios dominarían en esa almita risueña e inocente, al parecer para todos, pero realmente seria y sombría, cuando estaba a solas, bajo el peso de la nostalgia? ¿Habría en esta bestiezuela recién domada razón suficiente para que el complicado sentimiento de la venganza hubiese echado ya raíces en su corazón? ¿Se habrá percatado ya de la triste condición en que lo había dejado la bala de un asesino?

—¿Qué haces, Ishaco? —exclamé, interrumpiéndole en su siniestro ejercicio.

El indio apenas se inmutó.

—Limpiando carabina, taita. Armas sucias, taita.

—¿Limpiando? ¿Y con qué la estás limpiando? No te veo nada en las manos.

Ishaco no se turbó por la observación.

—Voy a llevarla a mi cuarto. Mi cuarto tengo trapo listo, cordel para limpiar cañón, grasa para untar piezas.

—¿Y quién te ha enseñado todo eso?

—Padre Deudatu. Yo limpiar siempre su carabina.

—¿Tenía muchas?

—El indio sonrió por toda respuesta.

—¿Sabes tú qué arma es esta? Seguramente no lo sabes.

La sonrisa del indio expresó entonces un dejo de ironía que puede interpretar en este sentido: “¡Si tú supieras lo que yo sé de armas!”. Y, como para comprobarlo, añadí:

—Es un winchester, muy peligroso para los niños. No vuelvas a tocarlo porque puede hacer fuego y herirte.

—No es güincher, taita; manglir es. Mi padre Deudatu tenía muchas de estas. Domingos me prestaba una y yo salía cazar venado y tumbar cóndor. Carne venado gustarle mucho mi padre.

—Está bien. Vete y cuidado con que vuelvas a tocar estas armas sin orden mía.

Ishaco puso la carabina en el armario y se retiró, mientras, yo disgustado por lo que acababa de ver y de oír, comencé a pensar en la manera de deshacerme de tan extraña criatura.

V

—Estaré viendo marcharse al indio y no lo creeré. Le has tomado algún cariño al muchacho.

—Es natural; hace seis meses que está con nosotros. ¿No admiras su inteligencia, su pasmoso espíritu de adaptación?

—Lo admiro, y admiro más la facilidad con que aprende todo; pero va verás los disgustos que nos esperan por su culpa. El indio en ciertos momentos es un demonio. A nadie respeta más que a ti, y eso sólo cuando estás presente.

Y mi mujer intentó ponerle fin al diálogo con un marcado gesto de disgusto.

—Todo lo que hace es propio de la edad, hijita. A su edad todos hemos hecho, más o menos, las mismas travesuras. ¡Pobres los niños serios!

—Es que lo que Ishaco hace son perversidades que espeluznan. No hace muchos días que cazó un zorzal, lo desplumó, lo pintó de verde y lo metió en una jaula con el guacamayo. Naturalmente el guacamayo lo destrozó. ¿Y ayer? Ayer hizo otra atrocidad. Colgó al pavo de las patas y lo dejó así hasta que el gallo le deshizo la cabeza a picotazos y patadas. Una salvajada sin nombre.

—Tienes razón. Una bestialidad que me pone en el caso de salir de él cualquier día.

—Y eso no es lo peor; lo peor es que hace las cosas y las niega, aunque lo sorprendas ejecutándolas. “¿Quién ha hecho esto?” “¿Quién será, pues, señorita?” Nada sabe; es un bendito.

—Es el gran defecto de la raza. La verdad que daña rara vez la confiesa del indio, aunque se trate de una pequeñez.

La verdad era que el indio me tenía harto ya con sus travesuras diabólicas, a pesar de la bondad de su servicio. Si a los doce o quince años Ishaco hacía tales cosas, ¿de qué no sería capaz a los veinte, a los treinta, cuando ya dueño de su libertas y entregado a sus propios impulsos se echara a correr por las tierras de ambiente corrupto que le vieron nacer? Porque ¿cómo pensar que Ishaco habría de renunciar para siempre a la vida del campo, a la vuelta al seno de los suyos?

Fuera de que su permanencia en mi casa sólo pedía ser temporal, ni yo me sentía inclinado a tomarle definitivamente a mi servicio, ni él era, por su origen y su raza, de los indios que se resignan a vivir uncidos al yugo de la servidumbre. El indio margosino, el indio chaulán, como el de todas las tierras andinas, crece respirando un aire de bravía independencia y ya hombre sabe por la voz de la sangre y de la tradición que no hay envilecimiento mayor para un indio que el de servirle domésticamente al misti. Son como las ranas: cantan y gozan bajo las ardientes caricias del sol, pero, a lo mejor, huyen de él y tornan al charco cenagoso y pestilente. Pobres, ignorantes, explotados, perseguidos, tristes, trashumantes, roñosos, pero libres, libres en sus montañas ásperas, en sus despeñaderos horripilantes, en sus quebradas atronadoras y sombrías, en sus punas desoladas e inclementes; como el jaguar, como el zorro, como el venado, como el cóndor, como la llama... Esta es la ley, su ley, y el que la quebranta es porque los corpúsculos de alguna sangre servil han traicionado a la raza. ¿Qué vale para el indio la luz de todas las civilizaciones juntas, disfrutada al amparo de de la ciudad, comparada con el rayo de sol, disfrutando al amor de sus majestuosas cumbres andinas? Y así como el misti cuanto más culto es, tanto más cerca vive de las idealidades, de los ensueños, así el indio a medida que es mayor su incultura, más poseído se siente por las realidades de la naturaleza. La cultura es para él un bien que desprecia, y la comodidad, un yugo que odia.

VI

La noticia de la muerte de Adeodato Magariño cayó en la provincia entera como un alivio. Era un enorme peso e! que se les quitaba a todos de encima, un peso que no dejaba respirar libremente a cuantos tenían necesidad de viajar por las tierras en que por muchos años fue amo y señor el feroz bandolero . Y era una vergüenza también para los representantes del poder público.

Todas las improvisadas persecuciones dirigidas contra el terrible chaulán habían fracasado ruidosamente. Mientras la fuerza pública redoblaba la furia de sus marchas, combinando audaces e infalibles planes de captura, gastando energías dignas de más nobles empeños, él, Magariño, sereno y audaz, confiado en su profundo conocimiento del suelo que pisaba, intuitivo estratega, con una rápida contramarcha, con un simple flanqueo, con el señuelo de una falsa pista, con la destrucción de un huaro o la obstrucción de un camino, dejaba burlados y en ridícula situación a sus perseguidores; y estos, hartos al fin de fatigas, de malas noches de hambre, de frío y de lluvias, decepcionados y mugrientos, sin fuerzas para espolear sus macilentas y despeadas cabalgaduras, optaban por abandonar la partida y volverse.

Y cuando volvían, su vuelta, en vez de aquietar los ánimos, servía solo para escandalizarlos, pues de cada excursión lo único que traían eran indios infelices, denunciados como bandoleros por la inquina lugareña, numerosas puntas de ganado lanar y vacuno y escopetas viejas y rifles inservibles, para disimular con estas recolecciones vandálicas la inutilidad de sus batidas.

Y cuando la imprudencia y la delación pusieron alguna vez al indio en la alternativa de batirse a muerte o entregarse, él no vaciló jamás en jugar serena y valientemente su vida, arremetiendo con tal pujanza y furia que todo que todo cedía a su paso; y siempre supo escapar dejando tras sí la admiración y la muerte. Se diría que el indio gozaba con esta vida de inquietud y peligro, que su naturaleza fuerte y bravía necesitaba de estas persecuciones violentas, en las que, mientras sus perseguidores desplegaban toda la habilidad de un cazador apasionado, él desplegaba toda la ferocidad del tigre y toda la astucia del zorro. De aquí que la persecución se convirtiese en una especie de duelo a muerte, en el que, más que la vida misma, lo que más se temía perder era el triunfo. Y cada fracaso era un galardón más para el bandolero, cuya triste celebridad agrandábase hasta circundar su figura de una aureola romántica.

El nombre de Magariño llegó a adquirir proporciones de pesadilla en la imaginación de sus perseguidores y de leyenda en la de las almas sencillas. No transcurría un mes sin que se hablara de sus asaltos, de sus saqueos, de sus incendios, de sus asesinatos y de sus cuatrerías. Comenzaron a cantarse sus aventuras en las aldeas, en las estancias, en los pueblos, en todas partes, pintándosele en ellas no sólo como un puma valiente, comedor de corazones, sino como el bandolero más rumboso y bravo de todos los tiempos. Lo de siempre: la fantasía popular exagerando y retocando la leyenda del héroe.

Los hechos de Magariño repercutieron en todas partes, trompeteados por la fama. Sólo de una cosa se guardó silencio; de sus aventuras amorosas. ¿Y cómo hablar de ellas, si ellas ocupan un lugar muy secundario en el pensamiento del indio? El indio no sólo no hace mérito de sus conquistas amorosas, sino que ni se jacta de ellas ni las convierte en gloria de sus héroes. Es como el chino. ¿Ni qué importancia atribuirle al donjuanismo si su parte más meritoria, si su parte más meritoria, que es la conquista del corazón femenino por obra de la galantería de la rumbosidad, de la constancia, de la paciencia, del arte, en una palabra, para el indio es cuestión de brevedad y fuerza? Quizás si en esta facilidad misma está la causa de la mezquina importancia que le da el indio a la parte romanesca del amor. Y Magariño, hijo del medio ambiente y de la raza, tenía indudablemente que proceder, a la hora de sus expansiones no solo igual a todos sino más brutalmente, más despóticamente; y aquella fuerza era su cualidad más preponderante. Por esta razón sus triunfos amorosos se reducían a golpes de fuerza, violaciones y estupros, prólogos y epílogos de sus invasiones y salteos.

Y toda esta armazón de triste gloria había caído deshecha al golpe de una bala certera, allá en la soledad de una estancia recóndita, perdida entre la quietud hierática de las cumbres inholladas y el níveo sudario de la puna bravía. Una hora de festejo y alcohol y de confianza también, rara en un hombre que siempre desconfió de todo, lo puso a merced de un compañero traidor. Un pretexto cualquiera exaltó los ánimos, y los vocablos injuriosos, y las miradas retadoras y los puños amenazadores sobrevinieron. Magariño, ciego por esta actitud de su contrario, que significaba para él una insolencia inaudita, se perdió. Al pretender coger su carabina para castigar a su teniente Valerio, este, que tenía ya previsto el choque y que contaba, además, con la complicidad de sus compañeros, anticipándose, disparó contra su jefe, hiriéndole mortalmente

Sobre los yacentes despojos del formidable chaulán, se irguió entonces la anónima figura de una nueva y sobria celebridad. El nombre de Felipe Valerio comenzó a sonar en todas partes y las miradas de las gentes volvieron a él llenas de curiosidad.

VII

Se inició la audiencia y Felipe Valerio compareció entre dos gendarmes. Era Valerio un indio alto y desmirriado, el rostro lampiño, y largo como el reflejo de una imagen en un espejo cóncavo, y en el cual lo caído y curvo de la nariz tenía reminiscencias de garra, y su mirar, oblicuo y falso, causaba la sensación de estar frente a una hiena.

Su captura había sido obra de la casualidad, como la mayor parte de ellas. El indio, astuto y audaz, acosado por los gendarmes y los deudos de Magariño, había tenido que refugiarse en Huánuco, y mientras todos desesperaban de cogerle, él bajo un supuesto nombre, dejaba pasar tranquilamente la furia de la persecución al amparo de un hogar de San Pedro. Pero una imprudencia lo descubrió. Una mañana que recorría el comercio de la ciudad, en busca de las clásicas cápsulas del 44, un pariente de Magariño lo reconoció y lo entregó a la policía.

Contra lo que yo esperaba, Valerio no negó su delito. En regular castellano y con una franqueza y una minuciosidad inusitadas por los hombres de su raza, que siempre saben oponer el laconismo o la negativa al interrogatorio más exigente, él refirió todo, dejándole, por supuesto, una puerta de escape a su defensa. El no había matado a Magariño por puro gusto, por pura maldad. Nada de esto. Como Magariño era de muy malas entrañas, y muy madrugador en lo de meterle una puñalada o un tiro a cualquiera, al verse amenazado por él no hizo más que adelantarse y disparar, con tan mala suerte que su pobre amigo no volvió a levantarse más.

Y terminado el interrogatorio, que Valerio firmó tranquilamente, ordené:

—¡Llévenlo!

Valerio me hizo una humilde genuflexión, cogió su poncho que había dejado tirado en el suelo al entrar, y salió dejándome entregado a mil suposiciones.

Pero no había transcurrido un minuto de su salida cuando un alboroto, proveniente del patio, me sacó de mi abstracción. Lo primero que se me ocurrió fue que Valerio se había fugado. Me precipité al balcón y pregunté:

—¿Qué pasa?

No fue necesaria la respuesta: el cuadro que tenía delante me la dio, y muy significativa. Valerio, medio descrismado, se debatía en el suelo, sin la ayuda de los gendarmes que fuese suficiente para levantarle. Bajé y púseme a examinarle: una herida enorme abarcábale media cabeza, y la sangre, que le manaba a borbotones, comenzó a formar charco. A su lado yacía una gran piedra de moler, que, en medio de sus mutismo, parecía acusar a alguien.

—¿Quién es el que le ha tirado la piedra? —interrogué tonante y amenazador—. Que se asomen todos los de arriba.

Una fila de azoradas cabezas apareció por entre las puertas de los antepechos y, después de revisarlas todas, como notase que faltaban Pedro e Ishaco, lleno de sospecha, volví a preguntar:

—¿Dónde está Pedro? ¿Dónde está Ishaco? ¿Por qué no se asoman esos?

—Aquí estamos, señor —respondió el primero—. Estaba persiguiendo a Ishaco, que no se dejaba coger y quería escaparse por la huerta. Él es el que le ha tirado la piedra a ese hombre. Yo lo he visto, señor. ...

Y corroborando esto, la cocinera, que también se había asomado, dijo:

—Es la piedra de moler de mi cocina. Hace rato que vi a Ishaco salir con ella y al preguntarle por qué llevaba la piedra, me contestó: «que iba a abrirle la cabeza a un perro».

Ishaco no protestó contra ambas acusaciones. Enfurruñado como un gato rabioso cogido por la cola, se limitaba a morderle las manos al negro para que lo soltase, repitiendo de rato en rato esta frase, a manera de vindicación:

—¡Ese perro mató mi padre! ¡Ese perro mató mi padre!...

VIII

Tan luego como la policía me lo comunicó y se llenaron las formalidades del caso, me constituí en la cárcel a interrogar al preso.

Se trataba de Ishaco, el indiecillo aquel que un tiempo fue el rebullicio y tormento de mi casa, y, a pesar de esto, la alegría también. Había caído en manos de la justicia cuando el sangriento episodio, que puso en peligro la vida de un hombre, lo tenía ya casi olvidado, lo mismo que todos los hechos que se sucedieron después: la fuga de Felipe Valerio del hospital, a donde se le remitió para su curación, y la de Ishaco, de la casa en que me vi obligado a depositarle.

Y no había vuelto a saber de este último de manera precisa. De cuando en cuando algún vago y anónimo rumor traíame a la memoria el recuerdo de su famoso e inextinguible apellido, y entonces, por asociación de ideas, mi imaginación reconstruía el drama de la tarde aquella en que, mientras todos nerviosos y horrorizados, bajamos a auxiliar a Valerio, el indiecillo, apercollado por el negro, contemplaba su obra con espantosa tranquilidad.

Pero cuando los rumores se repitieron y los hechos espeluznantes se precisaron, acabé por fijar en ellos la atención. Primero se habló de que, al frente de una banda numerosa, un hijo de Adeodato Magariño había saqueado e incendiado las propiedades de los Valerio; después, que el mismo bandolero había rodeado y batido a una fuerza de gendarmes y degollado a los prisioneros; más tarde, que Felipe Valerio había sido cogido por el hijo de Magariño y que éste, en venganza de la muerte de su padre, después de haberle tenido toda una noche colgado por los pies, lo había mutilado paulatinamente en el espacio de varios días.

Esta manera de torturar, igual a la que Ishaco practicase en cierta ocasión en mi casa con uno de mis animales, me llevó a pensar en si no sería aquello idea del mismo cerebro y obra de la misma mano. Porque al ser cierto todos esos horrores y su autor el hijo de Magariño, ¿no era lo más acertado suponer que Ishaco fuese uno de los de la banda y el inspirador de esos odiosos refinamientos de crueldad? Aquella diabólica idea de colgar a los hombres por los pies toda una noche... Aquella vivisección lenta y sañuda, digna de un suplicio chinesco...

Pero mis dudas se habían desvanecido repentinamente. Ahora no tenía que pensar en cuál de los hijos de Magariño le había sucedido en su infame celebridad. Un parte policial y una sucinta descripción del alcaide me hicieron comprender que se trataba de Ishaco, de aquel cachorro de tigre, que, cuando se le castigaba, en vez de llorar, barbotaba no sé qué palabras quechuas y mordía para que lo soltasen.

Y lleno de asombro, a pesar de encontrarme ya con el ánimo preparado, le vi comparecer.

—¡Buenos días, taita!

—Buenos días. Siéntate.

—¡Gracias, taita!

Había crecido mucho y cambiado más. Toda aquella desmedrada apariencia, con que viniera a mi casa en otro tiempo, había desaparecido. Tenía un aire reposado y todas las trazas de un hombre. Sus ojos miraban firmemente, sin la esquivez ni el disimulo de los de la generalidad de su raza, y, por más que le observé, no pude descubrir en ellos ni fiereza ni crueldad. Se diría que todos aquellos cuadros de horror y de sangre, obra de su voluntad y de su bárbara inventiva, que, seguramente, había tenido que ver desfilar durante su corta, pero ruda y atormentada vida de bandolero, no habían impreso la menor huella en sus ojos. Por el contrario, tenían estos un aire tal de simplicidad, de limpidez, que desconcertaban, que hacían pensar en que, si los ojos son el espejo del alma, no siempre el alma se encuentra reflejada en ellos.

Su traje, a pesar de su desaliño y sencillez, revelaba decencia y comodidad: pantalón de paño gris, recios zapatones de becerro, hermoso poncho listado de hilo, que le llegaba a los muslos, y un pañuelo blanco, al parecer de seda, anudado a la cabeza, a la manera de un labriego español.

Al preguntarle por su nombre, me miró significativamente y respondió sonriendo:

—Diego Magariño para todos, taita; para ti Ishaco.

A semejante respuesta, sentí que algo se conmovió dentro de mí, pero el poder de mi voluntad o la fuerza del hábito, que todo podía ser, lo sofocó, sin permitir que asomara a mi rostro. Y para romper el silencio que reinaba en la sala, interrumpido sólo por el nervioso rasgueo con que el actuario parecía arañar el papel sellado, silencio que, no sé por qué razón, causábame extraño malestar, dije, por decir algo:

—¡Quítate el poncho!

El acusado vaciló un momento; pero, sugestionado por mi mirar imperativo, se lo quitó, no sin cierta lentitud, que a mí me pareció sospechosa.

—Pónlo en la banca.

Todo fue quitarse el poncho Ishaco y comenzar yo a sentir una pesada y sofocante hediondez, que iba aumentando a cada movimiento que hacía el indio para colocarse detrás de la espalda el huallqui. Todos comenzamos a mirarnos con desconfianza.

—Es el poncho, señor —exclamó el actuario.

—No creo que sea el poncho —dije yo—. Lo que siento es un olor a podredumbre. Y acordándome de repente de las nauseabundas aficiones de Ishaco, añadí—: Acércate y abre el huallqui. Quiero ver lo que tienes en el huallqui.

—Fiambrecito, taita. Para qué sacarlo, taita. No te va a gustar.

—Sácalo: quiero verlo.

El indio, dominado, sumiso, metió la mano en el huallqui y sacó, sin repugnancia, un lío, cuya fetidez, a medida que lo desenvolvía, iba haciéndose más insoportable. Dos trozos de carne aparecieron.

—Carnecita, taita —dijo mostrándome el contenido, pero con reserva.

—¿Carne? —dijo el actuario acercándose al indio—. No creo. ¡Parecen ojos, señor!

Di un salto, miré atentamente y, después de cerciorarme de lo que el indio tenía en la mano era realmente dos ojos, le pregunté, lleno de horror:

—¿De quién son esos ojos, canalla?

—De Valerio, taita. Se los saqué para que no me persiguiera la justicia.

Y aquellos dos pedazos de carne globular, gelatinosos y lívidos, como bolsas de tarántula, eran, efectivamente, dos ojos humanos que parecían mirar y sugerían el horror de cien tragedias.

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